Del peligro de las rotondas y sus vueltas sin fin
Del peligro de las rotondas y sus vueltas sin fin
Sábado 18,45 horas.
El Sujeto (e) Líptico se sienta frente a su ordenador, rodeado de una tenue luz (bombilla de 25 vatios) y una música que se cuela por entre las sorderas de su entorpecida escucha. Está que llega y se va, pero quiere sentarse, quiere estarse así, con él y con la escritura de ella.
Quiere escribir. No importa mucho qué, por qué ni para qué, sí importa (y esto es un secreto entre tú y yo) para quién. Quiere escribir aunque ya no se acuerda cómo se escribe, hacía ya algún tiempo que no escribía el tipo este, en realidad nunca tuvo de qué escribir, aunque lo intentaba de vez en cuando, pero siempre el aburrimiento podía con él.
Escribir era interpretarse a sí mismo tantas veces que (bueno, imagínatelo tú misma que ya vas conociendo al pollo) la cosa era insufrible. Ninguno podría explicar (ni él, ni yo, ni creo que tú) qué cojones le pasa al individuo para que de pronto tenga esta necesidad de escribir, pero no escribir cualquier cosa, tiene que escribir e-pístolas, tiene que escribirte e-pístolas a ti. Cojonudo.
El sujeto (e) Líptico comienza a escribir:
Señora,
Le voy a hablar hoy de un individuo que conozco cuanto apenas. En realidad tan sólo lo conozco de vista, de verlo de vez en cuando en el espejo, pero puedo asegurarle que no nos une nada, si acaso nos separa el mismo espejo. No sé quién es ni qué hace allí, frente al espejo, algunas mañanas, mirándome cómo si fuera yo el que lo miro a él; pero, en fin, lo que me lleva a citarlo es la necesidad de fijar desde el principio la procedencia de la historia que a continuación voy a narrarle, una historia que tiene tan poco que ver conmigo como el propio tipo que me la ha ido desgranando día a día.
No puedo con seguridad decirle cómo me ha ido transmitiendo esta pequeña historia, en ningún momento he sido consciente de oírla de su voz, ni siquiera de llegar a leerla de alguna manera intuitiva en el vaho del espejo, tan sólo puedo decirle que él me la ha contado a lo largo de días y días sin seguir ningún orden concreto ni alguna estructura en la que pudiéramos reconocer aquello que usted llama literario sea lo que sea eso de literario. Tampoco puedo decirle si la historia está completa o fragmentada, si ocurrió o si tiene que ocurrir.
No sé como explicárselo. ¿Usted sabe cuando sueña (y de sus sueños me gustaría hablar otro día, señora), cuando de pronto despierta y recuerda el sueño, no le da la impresión de que el sueño comienza en el mismo instante de recordarlo?, ¿no sería más lógico recordar lo último soñado que todo el sueño en forma secuencial? Algo de esta sensación absurda tengo yo cuando quiero reconstruir la historia que ese individuo me contó desde el espejo a base de, cada vez estoy más seguro, mis propios pensamientos robados y editados en un montaje del director que nunca debería ver la luz del proyector.
La historia, como siempre, es mucho más sencilla que su narración:
Una noche de invierno el hombre del espejo circula con su coche (un viejo, sucio y decorado por las palomas citrôen AX rojo) por una carretera de esas todas llenas de rotondas que no conducen a ninguna parte. El hombre sí quiere ir a alguna parte, concretamente a un pueblo llamado Aldaba (cerca de la ciudad de X.). Como es habitual en él a la segunda rotonda no sabe ya dónde está (y lo que es peor, no sabe que no sabe dónde está) y se encamina por una carretera equivocada a un lugar equivocado. Sin darse cuenta se adentra en una población a la que él llama Chiribita (en cambio todos sabemos que se trata de Picabia, otra ciudad de cercanías). El hombre por fin se da cuenta de que está perdido y detiene su vehículo en una pequeña y solitaria plazuela con un jardín en uno de sus ángulos y cuatro gatos rondando por las aceras.
Baja del coche, piensa que podrá encontrar alguna persona que le oriente sobre su situación y su dirección. Comienza a caminar, atraviesa una, dos, tres bocacalles, otra plazuela, las calles están desiertas, no hay ni un sólo coche aparcado, ni una sola luz en los escaparates, tan sólo las mortecinas amarillentas luces de las calles y ese gato que es gata que le sigue a tres metros de distancia y se detiene cada vez que él se detiene.
El hombre del espejo estaría asustado si los hombres del espejo se pudieran asustar. Se queda mirando a la gata durante dos o tres minutos, desde siempre le han puesto nervioso los gatos, reconoce en sus miradas esas verdades inexorables que son verdad aunque nadie las conozca, aunque nadie las diga.
La gata comienza a andar y él la sigue durante siete vidas; al fin llegan a la misma plaza donde aparcó su coche, frente a este ahora se ve completamente iluminada una gran puerta de cristal en la que se lee pintado en los cristales un menú del día, se trata de un bar. El hombre del espejo cruza la puerta y se encuentra en uno de esos bares donde cada día viven varios días que se prestan las horas del barrechat, el anís y el sol y sombra, la comida con hervido y vino cabezón y todas las partidas de julepe perdidas de apuestas y humo de caliqueños.
El bar está casi completamente desierto, sólo hay una vieja escoba apoyada en la pared y alguien sentado en una mesa al fondo, de espaldas a él, mirando por un ventanal a una multitud de gatos que se agrupan en la calle, gatos que miran a su vez dentro del bar a través del mismo ventanal. También está la gata que pasa junto a él y se dirige lentamente hasta la mesa ocupada, de un salto brinca al regazo de la persona que se sienta a la mesa.
El hombre del espejo sigue el camino de la gata y se acerca a la persona sentada. Ahora la divisa mejor y se da cuenta de que se trata de una mujer. Va vestida con un largo abrigo negro y lleva una mochila negra a la espalda, su pelo es negro, no muy largo, le da un aspecto de heroína de manga que hace que uno empiece enseguida a sospechar que esa primera visión de la mujer va a bloquear su persistencia retiniana de por vida, adiós cine si la chica de la película se ha escapado de la pantalla.
El hombre del espejo llega a la altura de la mesa y, sin una palabra, se sienta frente de la mujer, con el cántico de cientos de gatos clamando más allá de la ventana. Ahora puede ver el rostro de la mujer.
Sus ojos son marrones, como de miel y tienen una quietud, esa quietud de armario con sábanas blancas, que de pronto empieza a brillar en mil gotas de ámbar que contagian la mirada y ya no se puede mirar otra cosa que la mirada de su mirada donde se reflejan todas las cosas como si el único espejo, la única pantalla, fuera ese pensamiento que el hombre del espejo cree adivinar en el fondo de ese color caramelo con manchas de risa.
La mujer está bebiendo una copa de coñac, sus labios están pintados de rojo y su sonrisa aparece entre sorbo y sorbo mientras los cristales del espejo del hombre del espejo saltan hechos añicos. El hombre del espejo está completamente desorientado. La mujer le ha causado la misma impresión que Uma Thurman entrando en el bar de su tío en Beautiful Girls. Ha visto decenas de veces la peli en vídeo para ver si la Uma se escapaba de la pantalla y se iba con él y ahora presiente que va a escribir mucho en su ordenador para… (Licencia narrativa del autor )
La mujer enciende un cigarrillo, exhala el humo y, por primera vez, parece dirigir con algún significado su mirada al hombre del espejo, entonces él puede darse cuenta de que se trata de una mirada con trampa, una mirada a contraluz que va cambiando mientras mira, va dejando al que la mira una rendijilla donde mirar dentro, pero ese diafragma abierto dura tan poco que el mirador se queda con la cabeza dentro y con el alma fuera, rota para siempre hasta el mismo momento de que una nueva apertura permita alcanzar un jironcito más del cielo que se cuece dentro de esa mirada.
Tras el humo suena el cántico de la sirena:
—¿Has venido hasta aquí para hablarme de las sirenas?
El hombre del espejo está absorto en lo que dice la mirada y tarda unos largos segundos en escuchar lo que dice la voz. Ahora sabe que no se ha perdido, que nunca quiso llegar a ningún sitio, que siempre quiso estar allí, frente a ella, y que, en el fondo, eso es lo único que cuenta.
Dirá lo que tenga que decir, hará lo que tenga que hacer, incluso se irá para siempre si hace falta para poderse quedar allí siempre, en ese momento mágico en el que lo que ve es lo que siempre ha soñado ver.
Al hombre del espejo no le sale la voz. Carraspea y pronuncia dos o tres frases ininteligibles. Se calla. Está muy serio. La mujer cambia su expresión y se queda seria también. Él comprende en ese momento que la única manera de quedarse allí para siempre es encantar a la sirena con su risa, también comprende que la tarea va a ser muy dura, él no destaca por su encanto ni su capacidad para simularlo, pero sí destaca por haber perdido demasiadas cosas como para no arriesgarse a perder una más. Y se ríe. A carcajadas. Se ríe hasta el punto de no tener ninguna gracia que se ría, e incluso eso le hace más gracia todavía. Y ella ríe.
—Sí. He venido para hablarte de ti.
—Y qué me vas a decir de mi que yo no sepa —dice ella entre las risas de todos los gatos que ahora han llenado el bar y contemplan la escena mientras se lamen las patas entre las carcajadas.
Te voy a decir que he conocido el placer de sentir vivas en tu voz palabras que yo escribí muertas. He oído hamacarse en tu boca la palabra sirena, la palabra tártaro y ha sido como meterse contigo durante una fracción de segundo en una burbuja mundo desde la que veíamos todo lo que nos rodeaba transparente, lejano y quieto. He estado tan cerca de ti oyendo tu cántico que sé que ya nunca podré estar más cerca y esto, que podría parecer triste (y que debería explicarlo en otro momento) no lo es, porque la solución de no ser destruido por tus cánticos no es atarse al mástil, es comprender que por mucho que prometas la sabiduría eterna, el maravilloso secreto de tu encanto está no en lo que prometes, sino en que lo prometes. La única forma de tenerte plenamente es escuchando tus cánticos y no exigirte nada más, deseando que por algún misterio insondable no me destruyas; simplemente eso, sirena.
Te voy a decir que el hecho de haber podido llegar hasta aquí, siguiendo a tu gata, y estar ahora arrullado por tus cánticos me da tanta alegría que, si ahora mismo tú desaparecieras para siempre, este único momento me llenaría el recuerdo de haberte visto vivir fugazmente y, aunque me olvidara de tus ojos y tus labios, de tu risa y ese callarse tuyo en el que parece que se callen todos los seres, siempre tendría en una parte de mi una parte de tu vivir.
Te puedo decir también que cualquier cosa que haya vivido o sentido ha muerto desde que escuché la primera nota de tu voz. Desde entonces ya nada existe, ni siquiera tu propia voz, porque ha sido tal la fuerza de atracción que tu cántico ha provocado en mí, que al instante siguiente ya era imposible sentir lo mismo y tu sentimiento se nublaba con el recuerdo de tu sentimiento. Te puedo decir que he llegado hasta ti por caminos equivocados en los que me había perdido de mi mismo, ahora sé que los caminos nunca importan, importa el recorrerlos y sólo vale la pena recorrerlos si de vez en cuando algo te ofrece una ilusión, un breve momento en el que todos los gatos parecen reír, la íntima sensación de que tus ojos al mirarme conectan conmigo y se ríen felices de hacerlo.
Esas cosas tan pequeñas son las que dan tanto valor al que sabe renunciar a ellas. Por eso, sirena, yo me presento ante ti sin defensas, nada puedo perder más que a ti, nada puedo ganar más que un momento de tu cántico, de tu risa y tu estar junto a mi. Quizá al resto de los argonautas o quizá al propio Odisseo pudiera parecerle bagatela mi ilusión, pero yo soy un simple y pobre mortal, que ya no tiene nada que ofrecerte, si acaso los primeros achaques de una vida que ha discurrido poco contenida, los primeros atardeceres en los que ya no se mira a los barcos pasar, poco es eso para alguien como tú, que con solo mirar dibuja mundos nuevos, que con solo soñar habita paraísos donde los dioses jamás se atrevieron a despertar.
Te voy a decir, mientras intento olvidar mi voz y adentrarme por esa sonrisa que me recuerda tanto a Isabella Rosellini que tú, sirena, me has dado tanto ya sin darme nada, que aunque ahora mismo te convirtieras en la hidra de siete cabezas y acabaras conmigo yo ocuparía mi último pensamiento en la primera vez que me reflejé en tus ojos.
Tras decir esto el hombre del espejo queda en silencio, exhausto, con las sienes brillantes por el sudor. Los cánticos le envuelven, todos los gatos parecen ahora el mismo gato rodeándole, hablándole en lenguas clásicas que él jamás comprendió. Se da cuenta de que el silencio se ha llenado de todas las voces, no puede oír nada, sólo el silencio de todas las voces. Miles de pensamientos inconexos ponen letra a las melodías que se filtran por las paredes, los suelos, haciendo vibrar los cristales de los vasos y las tulipas de las sucias y anticuadas lámparas que cuelgan del techo.
A esta historia sólo le queda ahora el desenlace y, como tenemos que estar a la altura de los tiempos, señora, qué mejor que un final interactivo. Elija, a su buen entender y parecer, qué final prefiere de entre estos ambos dos:
a) La mujer, como si en ningún momento hubiera sido consciente de la presencia y las palabras del hombre del espejo, apura su copa, hace un leve gesto de aburrimiento, se cala con un estudiado y encantador movimiento sus gafas negras y lentamente se incorpora de su asiento, sonríe como para ella misma y se aleja hasta la salida. Al mismo tiempo y sin saber en qué momento de este intervalo, los gatos se han convertido en ruidosos parroquianos que gritan, se carcajean y maldicen a cada carta que con estruendo depositan sobre el verde tapete donde gastan sus días de julepe. La mujer ha salido del local, una estridente e irreconocible música amenaza con romper las sienes del hombre del espejo que sigue sentado en la mesa, en la misma posición, mirando al punto que ocuparon aquellos ojos de miel hace unos minutos. Pasan las horas, pasan los días. Ha pasado la vida.
b) La mujer, como si siempre hubiera estado allí, sentada junto a aquel hombre, apura su copa y estalla en una risa que es acompañada por todos los gatos, por cada una de las bombillas, de los vasos y copas que tintinean en las estanterías. Sin dejar de reír coge la mano del hombre sobre la mesa y se inclina hacia él, hasta que sus labios quedan casi rozándose. Ella entona entonces en voz muy baja, como si fuera un arrullo, una desconocida y cálida melodía. Cuando termina, en voz todavía más queda le susurra al hombre del espejo: “Yo no soy una sirena, yo soy…” (El hombre del espejo jamás me ha querido decir quién dijo que era la mujer). La historia termina aquí con beso, claro, hay que seguir los cánones.
Y esta es la historia, señora, que me transmitió, no sé cuando ni cómo, el hombre del espejo. Nunca he entendido su significado ni su calado, sí sé que al hombre del espejo parecía importarle más de lo que quería mostrar. Sea como sea, yo se la transmito porque sé de su alta y profunda capacidad para entender cosas que el resto de la gente sería incapaz de vislumbrar más allá de su simple y vulgar apariencia.
Pero, discúlpeme señora mi falta de formalidad, si alguna intención primera tenía esta e-pístola mía era la de hablarle como le prometí de las sirenas y las musas. Achaque mi desliz a mi memoria de trampantojo y a mi facilidad para encararme a los cerros de Úbeda, donde, por cierto, hace un frío que corta el hipo, pero bien, me emplazo para hablarle de las sirenas y las musas en una próxima e-pístola, no la entretengo ya más con mis cuitas que de seguro que a seguir así mucho tiempo importunándola me va a mandar al alguacilillo y no estoy yo para problemas ahora con los mangas verdes.
Teniéndola en un profuso y sumo respeto, le deseo lo mejor,
Suyo,
El sujeto (e) Líptico
El sujeto se levanta medio renqueante tras el largo tiempo tras el ordenador. Como de costumbre se le ha ido el santo al cielo y casi no llega a recoger a su amiga (y sin embargo vecina) para ir al cine. Pero claro, pocas ganas puede tener después de haber estado junto a una sirena que le recuerda a Uma Thurman y se parece a Isabella Rosellini. :))
Un beso Julia, y perdona a estos muñecos de papel que han tomado tu correo al asalto, yo intento controlarlos y moderarlos, pero ya sabes lo que pasa con estas cosas, a la mínima se te suben a las barbas y campan por sus respetos. No te preocupes en demasía por tu pereza al contestar, aunque ellos, como tú, también saben del gozo de recibir correo y les haría mucha ilusión tenerlo, comprenden que la incontinencia que poseen afortunadamente no está extendida al resto de la humanidad. Además, ellos se sienten contestados por otros medios, que muchas veces valen más que mil hueras y repetitivas palabras. Joer, ya se me está pegando a mi también la incontinencia. Adiós.
Gonzalo.
Bien por esta narrativa: la trama es bien llevada y logra, a mi gusto, buenas imágenes con disyuntivas y buena imaginación. Un placer leerte. Saludos.
Muchas gracias por tus palabras, Salvador, me reconfortan. 🙂
Tremendo dilema 🙂
La opción b cierra el círculo, pero el beso abre un abismo (¿hay algo más bonito que el sello de un beso impreso en la hoja de un libro que una mujer te regala?). Además, todo lo que hacemos, incluso hacernos inmensamente ricos o poderosos, en el fondo lo que está buscando es un beso.
La opción A deja la cosa tan abierta como que estemos asistiendo al delirio de alguien que vislumbra gatos y una mujer de ensueño que quizá sólo exista en su febril imaginación. Esto nos llevaría a esa búsqueda imposible de lo que soñamos, que al final es buscarnos a nosotros mismos.
En fin, no sé, quizá haya que elegir una opción mixta.
Las sirenas no existen, pero hay algunos que sin ellas no podemos vivir. :))
Sí existen. Te lo digo yo y lo confirma mi cola de pez con un golpetazo digno de mazo de juez.
Te seguiré leyendo.
Me tienes “escamado”, pero te seguiré escuchando. 🙂
Elijo el final a) Sin dudarlo. El b cierra el círculo, y yo quiero saber más de esa sirena que recuerda a Uma Thurman y se parece a Isabella Rosellini.
Por cierto, 10 puntos por la canción.