De donde se cuenta la primera cita de Julia y Gonzalo (primer borrador).
De donde se cuenta la primera cita de Julia y Gonzalo (primer borrador)
(La mujer, como si siempre hubiera estado allí, sentada junto a aquel hombre, apura su copa y estalla en una risa que es acompañada por todos los gatos, por cada una de las bombillas, de los vasos y copas que tintinean en las estanterías. Sin dejar de reír coge la mano del hombre sobre la mesa y se inclina hacia él, hasta que sus labios quedan casi rozándose. Ella entona entonces en voz muy baja, como si fuera un arrullo, una desconocida y cálida melodía. Cuando termina, en voz todavía más queda le susurra al hombre del espejo: “Yo no soy una sirena, yo soy…” (El hombre del espejo jamás me ha querido decir quién dijo que era la mujer). La historia termina aquí con beso, claro, hay que seguir los cánones.)
Pues no, después resultó que no hubo beso, pero la historia transcurrió más o menos así:
El hombre del espejo vio el coche estacionado en la esquina, con los intermitentes parpadeando. Se acercó pensando que quizá ella lo estaba observando por el retrovisor, pensando que quizá ella ya lo había observado todo de él desde mucho antes, que ya no le quedaba nada para darle, todo él gastado en un simple reflejo de espejo. Pensó que no debía pensar, que sólo tenía que llegar hasta ella y todo el nerviosismo que sentía, toda esa locura de mil ideas que le atropellaban se diluirían en la sonrisa de la mujer de negro, en esa magia increíble que hacía que todo fuera fácil y confortable. Ella ladearía la cabeza, lo miraría, sonreiría y todo el calor de cientos de noches soñando con una sonrisa así lo cobijaría hasta hacerle desaparecer esa sensación de examen a superar que le agarrotaba.
Y llegó al coche y su primera intención fue acercarse a sus labios y besarla, pero ella giró la cabeza para mirarle y su pelo mojado y sus ojos marrones sonriendo verdes y sus labios rojos riendo rojos y su vida allí junto a él que ya no sabía qué hacer más que mirarla, porque mirarla es besarla. Ella parecía un poquito tensa también, pero pronto el coche empezó a circular y él quería recuperar todas esas frases y momentos que les habían acercado los últimos días, quería conseguir la sintonía de esas charlas en las que todo desaparecía del mundo, sólo su voz y su gesto, su sonido. El hombre del espejo estaba como un colegial.
Y ella aparcó el coche y él sólo decía tonterías y tenía la sensación de estar arruinando el examen desde el primer momento, cuando sabía tan bien que sólo tenía que dejarse llevar, estar allí con ella, nada más, sólo estar. Pero el afán.
Empezaron a andar hacia el restaurante y la calle estaba medio vacía y él la miraba de reojo porque estaba realmente impresionante. Ella hablaba y él hubiera querido abrazarla, pero ya sabía entonces que no. ¿Por qué no?
La mujer de negro tiene unos ojos de comic que miran redondos sorprendidos de lo que ven y como preguntando a lo que les ve si lo que se les ve es lo que ellos quieren que sea visto, miran suave y fijo y el hombre del espejo intenta guardar la compostura porque cree saber que ella necesita que la crean cuando ella cree, y hay que acompañarla hasta el final dejándola decir, sin interrumpirla, quedándose quieto al final de su mirada, porque la mujer de negro a veces da la impresión de estar un poco desangelada, pero es como un eclipse que al instante deja paso a unos ojos que se van apaisando mientras la risa, el juego, crepitan dentro de las pupilas que ya son medio azules medio verdes entre una especie de nubecitas que seguramente serán las carcajadas de su corazón. Es tal espectáculo que el hombre del espejo intuye que cuando lleguen los días tristes algo de ella guardará que habrá valido por todo.
En el restaurante la luz tenue hace que esté más preciosa si cabe. Ella lo sabe y se permite el lujo de no darle importancia, se nota que le gusta gustar, pero no más que le gusta saborear el vino o recordar sus tiempos de lectora de galeradas o situarse a dos pasos de distancia de cualquier cosa, de su propia vida, en un pastiche difícil de explicar entre el fatalismo y el sentido común, todo es así como es aunque nada parezca que sea lo que es.
Es de esa clase de chicas que nunca le van a exigir a uno ser otra cosa que lo que es. Por eso el hombre del espejo renuncia a todos los planes, a todos los guiones, que había preparado para la ocasión, recuerda ya con nostalgia unas horas antes, el momento en que se han despedido al salir de la galería, la mirada de ella que era un hasta luego secreto, un mundo donde no cabía nada más que todos los instantes que iban desde ella y su sonrisa hasta ella y su sonrisa a dos palmos tras la mesa, tan cerca y tan lejos.
Tan lejos se siente ahora en presente, cuando quería estar tan cerca, mientras la conversación fluye y a él sólo le importa el oír la voz que lee entre los pliegues de libros y las siete mil vidas de gato de esta mujer de negro que es lo más encantador que el tipo ha visto en muchos años. El hombre del espejo no tiene nada que hacer con esta chica, ¿alguien lo dudaba? Y sin embargo se repite: pero ella está aquí. Y le repite: “Pero tú estás aquí”, y ella sonríe, ella está allí, vete tú a saber por qué, pero ella está allí, y el hombre se da falsos ánimos, intenta coger la mano de la mujer y ella la retira enseguida, le quiere dejar muy claro que ella está allí pero eso sólo significa que está allí, nada más.
El se está muriendo por besarla, por cruzar ese baldío inmenso que va desde una palabra a un beso, pero ella le está dejando clarito que el camino está cerrado. ¿O no? Sea como sea, la cuestión es que el hombre del espejo está cada vez más inseguro y, sin embargo, se está tan bien junto a esa mujer. Ella habla y todas sus palabras salen abrazadas y besándose mientras el hombre del espejo se siente un poco solo diciéndole que necesita la soledad y la cantante canta “me muero por tener algo contigo” y al hombre le parece demasiado ridículo hacer mención, pero lo piensa, vaya si lo piensa, y se siente torpe, perdiendo puntos y puntos, y más torpe aún pensando esto porque sabe que la mujer de negro no es de las que puntúan, la mujer de negro es de las que te aceptan, de las que se hacen a ti, de las que te hacen a ella, y tiene a estas alturas un lío tan grande que está por pedirle ayuda a ella, pero ella se lo ha dicho ya muy claro, estas cosas se dan o no se dan, y él no lo tiene nada claro, ¿por qué no te callas y actúas?, pero ella vuelve a retirar su mano y eso es un no, ¿por qué tienes que insistir entonces? Y en eso momento recuerda el arte de amargarse la vida y se ríe en silencio pensando que esta maga es una bruja del demonio.
La cena va pasando con la comida en los platos, a cada segundo de estar con ella pasan tantas vidas por el hombre del espejo que él, que lleva tanto tiempo muerto, siente mareo por no saber cuál de tantos reflejos del ser ella se convierte en su instantáneo y cambiante ser él. Se oye hablar a sí mismo demasiado serio, demasiado gris, intenta recuperar esas charlas de apenas unos días antes donde él la hacía reír de esa forma en que ella es capaz de fabricarlo todo de nuevo, pero no puede, piensa que ya no tiene el don de hacerla reír, ha pasado tanto tiempo en tan poco tiempo. Se siente un poco inútil, pero a cada momento ella le convence de que estar así, un ratito con ella, da para vivir todas las vidas. Pero el afán.
Pero el afán está ahí siempre y es algo que corroe y no deja disfrutar. Y hay tantas cosas más. Ella le dice que a él le gusta darse por vencido, y él sabe que no es así, él sabe que es la persona más fuerte de este mundo, pero es que detrás del beso y todos los besos tiene que haber tanto compartir, tanto ofrecer que valga la pena, tanto crear cosas nuevas, tantas miradas nuevas que leer, y se siente tan vacío, tan sin nada de nada, que tiene miedo de que alguien lo vea por dentro. Ella le dice que le entusiasman las personas que poseen pasión y él, que ha tenido toda la pasión del mundo, se pregunta si todavía le quedará la suficiente pasión, para algo más que seguir buscando y huyendo de lo que se encuentra.
Terminan de cenar y al hombre del espejo se le amontonan las palabras de ella en los bolsillos, quisiera poder colgar cada una de un recuerdo que llevara impreso el tono de voz y la mirada de la mujer; quisiera, una vez más, acariciar con sus dedos el contorno de los labios de la mujer, construir la cuna de esa sonrisa que a él lo acuna como si fuera Rocamadour y no Oracio.
Quisiera tantas cosas que sabe no va a tener que no puede menos que sentirse afortunado de lo que ahora tiene, la mujer de negro andando con su paso de arlequín a su lado, la mujer de negro rozando su alma con un beso de amistad, que sólo es una palabra más, pero en ocasiones, con personas como ella, es un mensaje cifrado que te convence de vivir algunos ratos más.
Y se meten en un garito y él ya casi no habla porque ella es ahora la maga y le ha abierto todas las historias de la historia y oírla hablar es como ver mil películas, es como abrazarla, como hacerle el amor y ver la ropa interior de su alma, oírla hablar es guay.
Oírla hablar es vestir el tiempo de todos los personajes que son ella con su atuendo de directora de escena, con su disfraz de Alicia y su sorprendente capacidad para enganchar la vida a cada hilacha de su boca.
La mujer de negro sigue hablando rodeada de todos los gatos, del hombre del espejo hecho estatua de cristal mirándola, sintiéndola respirar tan cerca, tan lejos, queriéndose subir de polizón al tren de todos esos episodios en los que él no ha tenido papel. Y siente envidia de todos los personajes pasados y actuales que la han besado, que la besan, que la habitan mientras él se está rompiendo la crisma encaramándose al guindo y ella no hace ninguna señal de paso.
Siente envidia de sí mismo estando allí con ella, entrando de puntillas en su País de las Maravillas, sabiendo que ya no es cualquiera, que ya está allí con ella y que eso no lo logra todo el mundo, y le entra tanta alegría que se promete disfrutar de cada uno de los momentos que tenga junto a esa mujer, hacer todo lo posible para que ella aprecie también cada uno de ellos, y esto vuelven a ser sólo frases, intenciones, que el hombre del espejo cree conocer en su justa medida. La mujer de negro habla y habla, habla muchísimo, mueve sus labios besando el aire, besando el tiempo, besando (mi) deseo de ella. Es una mujer especial, los dos lo saben, no le gusta que la mitifiquen y hace bien, porque mitificarla es quedarse sin tanto de ella que se pierde en el cambio.
Poco a poco las palabras han llenado la noche de gatos y la maga ha llenado el alma del hombre del espejo de reflejos de besos callados, de recuerdos de gestos de encanto, de deliciosos matices, de excesos, de recatos, de mil regalos de palabras nuevas al decirlas ella y de este otro regalo más que el hombre del espejo se lleva a su rincón de los pensamientos solitarios, del regalo de esta noche con la mujer a la que tanto le gusta mirar vivir sin saber muy bien porqué, del regalo de estar por estar y nada más.
Pasean hasta el coche por la noche vacía y todos los gatos siguiéndoles, él piensa qué pensará ella, ella piensa…, ¿qué pensara ella? Ella le acerca a casa, él se despide de esos labios, piensa por enésima vez en besarlos, pero no. Se baja y ella se va.
Me gusta esa mujer.
Es lo que tiene la mujer de negro, a todo el mundo gusta. Es como el puromoro. 🙂