El Niño Jesús de Praga

El niño Jesús de Praga

Alejandro quiere caminar despacio, pasear, pero su paso se acelera al ritmo de su cabeza que no para de volver atrás y adelante. Le duelen las sienes con tanto punzón clavado, quiere que se pare todo, su vista, sus pulmones sin aire que rechiflan en el silencio de esas calles que de pronto se llenan de viento y enseguida se callan como zorras esperando su nuevo paso, su nuevo dolor de tanto dolor antiguo. La fatiga le llena la vida como una bolsa de harina a punto de estallar.

Praga está desnuda y fría esa madrugada de septiembre. Acaba de pasar por El Niño Jesús y ha sentido miedo de sí mismo y de todo, miedo cobarde mojado de sudor frío, miedo ahora que sabe que el duende ya ha salido del cuadro, que salió hace mucho tiempo, dieciséis años hace, cuando otra noche de septiembre lo miró fijamente para mirarse en un espejo que no mintiera o por lo menos que supiera mentir bien. El duende era él, desde entonces, desde siempre, el duende cabizbajo lleno de miedo a ser él, el duende o él, esperando el próximo ataque de ansiedad que le ahogara cara a la pared.

Las calles de Praga están empedradas y Alejandro chapotea la sangre husita corriendo entre los adoquines, pero la sangre solo está en su mirada. Sigue Karmelitská abajo, en dirección hacia la Malá Strana. Ve un garito abierto y se acoda a la barra. Dos whiskys después se encuentra mejor e incluso chapurrea unas palabras en inglés con el camarero que le ofrece el tercero. Está en un local de diseño y se sonríe al darse cuenta de que debe ser el único hetero presente. El tercero le acomoda el frío y el miedo se le hace amable con la suavidad de los días normales.

Vuelve a la calle y al viento, se cierra las solapas alrededor del cuello, aprieta, pero el aire le sigue circulando helado por las venas y se siente pesado, tan pesado como el mundo bajo sus pies, tan pesado como todos los días, uno detrás de otro, desde aquel día que se quedó petrificado mirando a Sara en aquella plaza, descubriendo, de una vez para siempre, que nada de lo que mirara era verdad, que nunca nada había sido verdad, ni él ni ella.

Continúa hacia la Malá Strana. Las calles están desiertas y brillantes en sus railes, los tranvías las dejan tristes cuando las abandonan y ellas parecen doblarse para dentro, amagarse de sí mismas y de no llevar a ningún lugar. Alejandro deambula, se deja perder con el rumbo fijo en la nada, pasa portales y cubos de basura, gatos desafiantes y pasos imposibles que retumban en sus entrañas.

Ahora ya lo sabe. El malo siempre ha sido él, ¿cómo pudo no darse cuenta? Todo salió virado a sangre porque él lo viró en la emulsión de su no saber vivir o estar loco o estar demasiado cuerdo o simplemente la falta de litio en su organismo. Fuera lo que fuera, la huida había sido un esperpento. Mirar a Sara en aquella plaza y darse cuenta de que el mundo no existía había sido prueba no superada. Perdido. Lost. Dieciséis años antes.

Luego noches y golpes y vejaciones y orgullos borrachos y polvos entrecortados por la fiebre y el miedo. Correr y correr hacia el día anterior para que no llegara el siguiente, juntar silencios y hacer sudokus para que no estallara el mundo, leer los anuncios de putas como si aún estuviera ella para fabricarle los días. Y ella no era nada, no significaba mucho más que cualquier fijar la vista en un punto para que todo deje de dar vueltas.

Los whiskys le han mareado y se sujeta a una esquina en Malostranské Námestí, gira por Mostecká hacia el puente de Carlos y luego se deja atrapar por las calles de la Malá Strana. Sin rumbo sin suelo. Anda y tropieza, le duele el estómago, aprieta el papelito con la dirección en su bolsillo. Ya queda poco, pero él camina sin rumbo.

Las calles están llenas de cadáveres que llueven desde las ventanas. Al caer sobre los adoquines hacen un ruido sordo y revientan. La sangre corre y encharca la vista de Alejandro, se ahoga, nota su sabor ácido y dulzón en la garganta. La sangre le gorgotea en la garganta haciéndole las gárgaras a toda la vida desmembrada en mirar espejismos que explotan como cadáveres, muertos vivos que se mueren de vivir. Sara queriendo pintar un retrato en aquella plaza, pero no pudo, no pudo pintar el rostro de nadie que no fuera él y él la miraba desde dieciseis tiempos de distancia, desde fuera la miraba y ya no la veía, ya no existía, se le había reventado de tanto mirarla.

Cuando llega a la Avenida Karov el frío y el viento que llegan del río se hacen insoportables. En la esquina de la calle Letenská hay una muchacha. Sabe que está esperándole y se acerca a ella. Es una muchacha de apenas veinticinco años, preciosa y distante con su melena azul. Nada más pararse frente a ella la chica se empina sobre su cuello y le besa en los labios. Me llamo Violeta, le dice. Me llamo Alejandro, le dice.

Comienzan a caminar por Letenská. La calle es estrecha y oscura, con edificios viejos a un lado y la tapia del jardín Wallesntein al otro. La chica le coge de la mano y comienza a contar una historia. Alejandro no la escucha, solo siente su acento como un arrullo, como una nana que le quita el miedo y el frío y la desolación de quererse engañar pensando en un día más. La historia, sigue Violeta, trata de un hombre que criaba reptiles en los llanos de La Portuguesa, Venezuela.

Es una historia triste y alegre, Alejandro no sabría decir. Los raíles del tranvía refulgen acerados la noche oscura, solo se oyen los tacones de Violeta, su voz cantada, dulce y mimbreada, le provoca una erección. Bajo la tapia del jardín la besa y mesa su culo de bachata y se ríe como un loco de pensar que un beso solo es la espera de otro, que un abrazo la mayoría de las veces no sirve de nada, que una mujer es la distancia que se dibuja entre su cuerpo y el sueño de tenerlo

Frente a ellos, en la otra acera, hay una comisaria destartalada. No parece haber nadie alrededor, solo los gatos y la distancia, la infinita distancia entre los bordillos, entre las trapas de alcantarilla, entre dos adoquines. Una infinita distancia que se recorre a cada paso, a cada taconeo cálido del cimbreo de violeta que inunda la noche de los ecos de las risas que nunca tuvieron. La soledad que siente es tal que el calor del cuerpo de la muchacha le produce un sobresalto.

Llegan al pequeño tunel que horada un edificio atravesado en la calle. Hay tres bocas, una para peatones, otra para coches y la última para el tranvía. Penetran abrazados por esta última, juegan a hacer equilibrios en la vía, se besan sin respirar, ella le empuja hasta un soportal y allí están un gran rato en silencio, abrazados como una despedida. Violeta mete la mano en el bolsillo del pantalón de Alejandro y le agarra el papel, lo saca y lee: Josefská, 6. Está aquí, nada más salir del túnel.

Es el mismo edificio bajo el que se ha construido el túnel. La entrada está nada más pasarlo. Es la puerta 8, cuarto piso sin ascensor. Alejandro le desabrocha el pantalón y acaricia su sexo húmedo. Violeta sonríe y le pide por última vez que no tenga miedo. Saca de su bolso unas llaves y las deposita con suavidad en la palma de la mano de Alejandro. Su taconeo se aleja al son de alguna tristeza. Es igual.

Las calles vuelven a estar llenas de sangre y los gatos mayan sin piedad. El terror desgarra los tímpanos. Alejandro abre con la llave el portal y cierra tras de él. La oscuridad es absoluta. Con la llama de su mechero se acerca a las escaleras y comienza a subir. Un mareo profundo y conocido desde siempre hace que fije la vista en el bailoteo de las sombras. Ve a Sara desnuda dibujándole aquel retrato que nunca le terminó, ve su cara azul sin vida, su rostro alegre llorando de risa, su figura recortándose detrás de la clara luz de la playa. Ve su ausencia de días tras días.

Su vida llena de esa ausencia y los escalones le pueden el respirar. Se para en el rellano. Es el cuarto piso, puerta ocho. Abre. No hay electricidad. Un pasillo largo y ventanas al fondo por las que entra la claridad de la noche. Una rata se enreda con sus píes y grita histérica. El chillido de una rata acorralada es terrorífico, le deja completamente inmovilizado, aterrado en aquel pasillo que lleva a una ventana.

El cuadro está allí, apoyado en una pared. Está cubierto por una sábana andrajosa, gris polvo. Hay cagadas de rata por todas partes, siente como se deshacen bajo las suelas de sus zapatos.

El sudor no le deja abrir los ojos, le escuecen como si se los hubieran sacado. Huele a orín de rata o de gato o de cualquier engendro de esos que callejean las noches de Praga. El mechero le quema y tiene que apagarlo cada poco tiempo.

En la habitación hay una especie de alacena con las puertas abiertas de par en par. Alejandro busca en ella hasta que descubre un par de velas que le permitan iluminar un poco el cuarto. Vuelve el cuadro del derecho y se aleja un par de metros para verlo. Esa otra vela sigue consumiéndose sin mermar, el mantel de hule, la mesa, los ladrillos ajedrezados, todo está igual, exactamene igual que entonces, pero el duende ya no está dentro, ya no puede salir. El duende es él.

Las lágrimas corren por sus mejillas. Se siente tan vil, tan mezquino, que no soporta sentirse. Quiere desgarrarse la piel, pero sabe que cualquier acto es gratuito. Sara en la plaza dibujando un retrato que nunca existió y él rompiendo en mil pedazos el encantamiento, clavándole con crueldad sus uñas en el alma. Hasta destrozarla.

Vuelve a girar el cuadro. En el bastidor aún está escrito su poema en clave. Todos los poemas son mentira. Lo descifra según el salmo y lo vuelve a recitar como cada día. Todo es mentira, antes y ahora. Llama con su móvil a Gonzalo.

—Gonzalo, soy Alejandro. Lo he encontrado. Calle Josefská, 6, puerta 8. Praga.

Destripa el móvil contra la pared y vuelve a cubrir el cuadro con la sábana. La habitación se ha llenado de sangre que burbujea y ratas muertas. Hay un ruido asfixiante que sale de las paredes. Se asegura de que en su bolsillo está el sobre cerrado dirigido a Gonzalo. Está empezando a amanecer y el frío le quema los dedos cuando abre la ventana. Ya no tiene miedo del duende, ya no tiene miedo ni arrepentimiento de nada, ni siquiera un débil momento de pensar que las cosas podrían haber sido de otra manera.

Pin It on Pinterest

Share This
A %d blogueros les gusta esto: