Policías de Nueva York
Policias de Nueva York
Ossip está recopilando historias alrededor del 11S. Le ha llegado una de la que no se puede deshacer.
NYC, aproximadamente año y diez meses antes del suceso. Estamos en un curso dirigido a la NYPD. El curso en cuestión se denomina “Técnicas de persuasión para sujetos en disposición de atentar contra su propia integridad”. Joe Bolusi, oficial de policía de 46 años de edad, patrullero móvil con destino en el Primer Precinto, 16 Ericsson Place, New York, NY, 10013, Manhattan, gira y gira sobre su eje, con los pulgares, como si estuviera liándose un porro, el bolígrafo que junto a la carpeta, la libreta y un folleto publicitario del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York le han entregado a su llegada al aula.
Hace más de diez minutos que ha dejado de escuchar la amable y animosa charla del instructor sobre las innumerables virtudes de las personas que se esfuerzan día a día por el cuidado de la seguridad en la ciudad. Frente a él, tres filas por delante, hay una coleta rubia que ondea la soberanía de una cabecita rubia que de vez en cuando se balancea ligeramente de derecha a izquierda, o de arriba abajo, o simplemente se tiende erguida como una señal dispuesta para que alguien descifre un enigma. La pregunta que sin cesar se hace Joe es: “¿Qué hay en esa cabecita? ¿Qué hay en esa cabecita?”
Al segundo día de aburrida perorata, la chica se vuelve y sus miradas se cruzan, tiene unos tiernos ojos marrones de pájaro que parecen volar al mirar, piensa Joe, hundiéndose por primera vez en la mirada de Patty Grosman, oficial de policía de 36 años de edad, patrullera móvil con destino en el Noveno Precinto, 130 Avenue C, New York, NY, 10002, Manhattan, una mirada que le lleva a un mundo de ternura imposible de imaginar en una policía de la ciudad de Nueva York.
Ese mismo día, a la hora del almuerzo se juntan unos cuantos alumnos, la casualidad hace que Patty y Joe se sienten juntos en el banco corrido. Apenas cruzan cuatro palabras y tres miradas, pero Joe tiene todos sus sentidos aferrados al roce del muslo de la chica en su muslo, allá abajo, bajo la mesa. Ninguno de los dos separa la pierna de la del otro.
Joe sigue preguntándose cada día qué hay tras esa cabecita cuando la cabecita un día se yergue hasta su máxima verticalidad y anuncia entre risueña, tímida y orgullosa: “Estoy embarazada, voy a tener una niña”. Toda la clase le felicita, una niña nueva en el cuerpo, bromean, y Joe se queda pensativo, tras la cabecita, sintiendo aún la presión de su muslo, con una melancolía adelantada a un futuro aún no pensado, despidiéndose de aquello que hubiera en la cabecita, de lo que pudo ser, pero en el fondo no pudiendo despedirse de lo que podría ser. El mismo día se ha enterado de que ella está embarazada de su segundo hijo y casada, en ese mismo momento algo que aún no se había atrevido a enunciar se apaga sin fuerza de pensarse.
Sigue el curso, siguen los días y otro día Patty, la anunciadora, comenta a los compañeros que le van a dar un nuevo destino, que aún no sabe cuál, que en unos días se incorporará. Joe aprieta los dientes para que se grabe en el destino el Primer Precinto y tres días después Patty se abre paso entre los bucles de la vieja puerta giratoria de madera. Joe no puede creer que sus rezos hayan sido tenidos en cuenta. Deja con la palabra en la boca a su compañero Frank y se abalanza hacia ella, la abraza y le da un beso de bienvenida. La chica está perpleja y encantada, todo el miedo del sitio nuevo se le diluye en la protección que le brinda. Se hacen inseparables, almuerzan y estudian juntos. Él la mira de reojo y se muere de ganas por besarla, de tocar su barriga cada vez más abultada. Bromean, Joe juega a requebrarla y ella le dice con un mohín de seriedad: “Oye, que yo ya tengo la vida hecha, ¿eh?”
Y Joe no comprende cómo alguien puede decir que ya tiene toda la vida hecha. Y si es así, ¿de qué sirve la vida?, se pregunta, se retrae, quiere irse, huir de allí, no seguir sintiendo su muslo apretado al suyo, no seguir preguntándose qué hay en esa cabecita, no sentir, no sentir, volverse a las calles y no pensar, no pensar en ella ni un día más.
Pero los ratos se van juntando entre los dos y, ella cada día, nada más llegar al Precinto, le llama por línea interna para darle los buenos días, para preguntarle si está bien y él le dice que sí, que precisamente desde ese momento no puede estar mejor. Y se hablan, se cuentan, se miran se dicen se piensan pero no se tocan, aún no se tocan.
El embarazo avanza y Patty pide la baja. Da a luz una niña de simpática cara redonda a la que llama Carla. Cuando se entera de su nacimiento, Joe no puede apartar de sí la ridícula idea de que, en el fondo, esa niña es como si fuera suya. Hace semanas que no se ven y un día Joe va a casa de Patty para conocer al bebé. Joe está nervioso en esa casa tan hogar, tan distinta a su destartalado apartamento de hombre solitario, de pizza y perritos calientes a medianoche, de cerveza en lata y home runs austerianos repetidos hasta la saciedad en la televisión por cable. Se siente ridículo amando a aquella mujer imposible de amar, rodeado de figuras y muebles exactamente colocados donde deben estar.
Demasiado orden para el desorden que él se siente sentir. El hijo mayor se llama Marco y tiene 6 años. Joe se siente identificado al instante con aquel chaval introvertido con su perenne travesura de tímido. De sus ojos chispeantes se escapan mil historias, mil mundos inventados y destruidos al instante, el principio de una búsqueda que Joe reconoce igual a la de su infancia, tan destinada al fracaso como la suya. Marco le enseña sus dibujos, en todos se repite el mismo tema: un edificio cúbico lleno de ventanas de las que salen llamas. Siempre el mismo edificio en llamas, en cada dibujo. Exactamente igual a los dibujos que él pintaba cuando era pequeño. Un escalofrío le llena la camisa del uniforme de sudor.
Cuando sale de la casa está resuelto a no volver allí nunca más, a no pensar en aquella cabecita nunca más. Se siente ridículo intentando meter la pezuña para entreabrir una puerta tan cerrada, para pedir sitio en una vida tan hecha ya como la de Patty.
Días después, sobre las once de la noche, recibe una llamada de Patty. Sin darse cuenta hablan y hablan no se sabe muy bien de qué. A la una de la madrugada ella se despide con disculpas porque él tiene que madrugar al día siguiente y al día siguiente se repite la llamada y así cada día, cada noche, Patty llama a Joe y se pasan horas hablando, riendo, queriéndose en cada sílaba sin pronunciar ni una sola sílaba de amor. Tras cada llamada Joe no puede coger el sueño, se queda diciéndose no o sí, o por qué no, o qué estupidez, ella ya tiene la vida hecha, pero por qué esta tortura, por qué me llama cada noche y si mañana no me llama qué va a ser de este viejo policía sin ánimo ni ganas ni nada ya.
Semanas después quedan un día a comer. Joe ha elegido un cuidado restaurante chino, “La pequeña cocina china”. La niña está llorosa y casi no pueden hablar durante la comida, Patty se tiene que levantar para calmar a Carla en sus brazos. Joe la mira con admiración, qué fuerza hay que tener para ser madre, piensa. Se miran tanto, se sienten tanto que es imposible poner a andar a las palabras, ninguna sabe lo que dice, sólo intentan llenar huecos para que no se les escape lo que saben no pueden, no deben, decir. Cuando la lleva a casa en su coche, ve por el espejo retrovisor como abraza a su hija en el asiento trasero. De vez en cuando sus miradas se cruzan. No pueden soportar la tristeza. Cuando se despiden ella le pide un abrazo, están a punto de besarse, pero ninguno de los dos se atreve. Cuando se aleja, una vez más, Joe se jura que no va a volver a quedar con ella.
Pero cada noche recibe su llamada y es imposible no querer esa ternura, esa voz dulce que parece arrullarle, cuidarle como nunca nadie. La oficial Patty Grosman es la mujer más dulce del mundo, canturrea entre dientes cuando conduce su patrullero en la ronda entre Ericcson Place y Park Avenue, y me pone la porra lo más dura del mundo, acaba entre risas, ya no sabe si por el horrible ripio o porque en el fondo no habría mejor forma de describir su estado. Y quizá esa noche u otra, cerca de navidad, ella le habla por el auricular muy seria y le dice tengo que decirte una cosa y él no sabe por qué se pone tenso y ella le dice que creo que te quiero y él deja escapar tres cuatro segundos, dios, ¿esto está pasando de verdad? yo también, que yo también creo que te quiero, y ya está dicho y ahora qué, y ahora a quererse, qué va a ser si no, y ella como disculpándose, yo no quería, y él como disculpándola, ha sido culpa mía, tenía que haberme alejado y qué bien sienta que me quieras y qué bien si pudiera abrazarte ahora mismo.
Es tan difícil verse. Pasan semanas de amor telefónico hasta que pueden quedar un día y él nada más verla la besa y ella se asusta de que les vean y buscan un bar donde poder besarse, untar sus lenguas de la saliva de sus bocas echas agua de tanta espera y por fin van a casa de Joe y se desnudan a rebatos y él se llena la boca de su otra saliva y se miran, tienes ojos de pájaro le dice y ella frunce los labios como con enfado y la risa se le escapa y el cariño y la alegría que baña todo lo nuevo llena las sábanas de sudores y llanto, porque cuando Patty llega al orgasmo se llena de llanto y duelo y miedo y no puedo. Esa vez y todas las demás.
Y pasan más días, más semanas, cada noche una llamada, cada semana se reservan un día para comer y pasar la tarde juntos. Ella le mira con sus ojos de pájaro volando y él la abraza, la huele, le dice me haces bien, me haces bien, y ella le pide que le ponga otra vez esa canción que posiblemente aún no existe, y él se la pone una y otra vez mientras se cuentan sus historias, las que nunca serán de ellos, y se quieren y se desnudan y ella se arquea al borde del orgasmo y las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas.
Joe no entiende nada. Todo va perfecto hasta el momento en que a ella le viene el orgasmo. Entonces empieza el llanto y se acaba el placer. Hablan, piensan, intentan razonar, pero no hay nada que hacer. Es algo superior a ella, no puede evitarlo. No puede ser infiel. Van a la consulta de un psiquiatra. Les da un buen consejo, la cosa parece mejorar durante un tiempo, pero al cabo otra vez. Joe se siente mal, sabe que tiene que dejarla marchar, que tanto me haces bien, me haces bien y ahora resulta que le está haciendo mal.
Cada vez que se ven en su apartamento piensan que será la última vez, pero nada más verla salir, Joe ya está deseando tenerla otra vez allí, pegada, susurrándole sus historias muy cerquita de la almohada. Pero Patty está mal, ya no le llama por las noches, ya deja caer algún reproche, ya le pide que la deje, que no puede más. Y él quiere irse, dejarla en el retrovisor de los buenos recuerdos, pero no puede, físicamente no puede. Y el asunto se repite durante demasiado tiempo, hasta que ella por fin se aleja de él. Lo abandona.
Las cosas van mal, a peor. Joe intenta verla, ella no quiere verlo porque sabe que si lo hace todo volverá a ocurrir. Pasan días, ella le llama y le pregunta si está bien, él le dice que sí, pero sin ella es imposible estar bien. No puede evitar pensar en ella, un día se desvía de su ruta y se acerca hasta la calle de Patty, da vueltas y vueltas con su coche patrulla por aquellas calles, con la mirada perdida en el retrovisor.
Y ella al día siguiente le llama llorando, asustada, que no ha podido dormir en toda la noche, que comprende que la necesita, que se siente tan solo, pero que no puede más, que por favor; y él, con el compañero al lado, no puede hablar y le dice que luego la llama, que se lo explicará. Pero cuando al rato llama, Patty no descuelga el teléfono. Llama una vez y otra porque sabe que si hablan ella lo entenderá todo, que no puede ser esta distancia, este absurdo vacío de pronto entre ellos. Y una vez la conexión se establece y él le dice atropellado que por nada del mundo haría algo que puediera hacerle daño, que la quiere tanto que está dispuesto a irse, a no estar más, pero que es tan duro no sentir su cariño, que no puede evitar intentar verla, que no quiere nada más, solo verla en la distancia y oír su voz preguntándole otra vez cómo estás. Pero tras el auricular solo hay un llanto.
No vuelven a hablar. Ella pide el traslado y la destinan de nuevo al Noveno Precinto. Son las 8:48 del martes, 11 de septiembre de 2001. El Ford Crown Victoria número 1248 recibe un código 10-11 de alarma y la orden de dirigirse con toda urgencia a West St., esquina con Vesey St., para proceder a la evacuación total de la zona, su control y reporte de la situación. Al parecer un objeto no identificado ha colisionado contra la torre norte del complejo, se han producido incendios y daños indeterminados, aún no hay datos sobre víctimas, pero se cree que pueden ser numerosas. Joe Bolusi se agarra al asidero con fuerza mientras su compañero Frank empieza a tragarse el asfalto. Saben que hay faena de la buena, pero no se imaginan qué faena.
Cuando llegan al punto ordenado se encuentran con un caos de gente que anda sin rumbo fijo, parecen zombies distraídos en su andar extraño, perdido, con sus maletines al remo y su coro de exclamaciones oh! Dios mío, oh! Dios mío, interpretando la banda sonora de un silencio que se desgarra sobre sí mismo, un fragor de herrumbre llovida y crepitar de llamas a la altura de la planta ochenta. Mientras Frank reporta, Joe desciende del vehículo con la defensa en la mano, ¿para qué se pregunta?, ¿qué defensa tiene esto? y ve a una anciana dando vueltas en círculo con su abrigo rosa y su arreglo de peluquería de cinco dólares y sus pantuflas de andar por la city y su expresión de muerta con vida gimiendo al dios de los americanos y se acerca a ella y la abraza y le pregunta, abuela se encuentra bien, no se quede aquí, no se quede aquí, vaya con sus nietos, no se quede aquí y las sirenas lo inundan todo, el polvo cae, y el coche de patrulla 1345, otro Ford Crown Victoria de nueva hornada, con ese azul precioso de las cosas nuevas, se deja media rueda en el frenazo y el ulular de sirenas, tanto silencio, tanto silencio dentro, y las luces rojas y azules iluminan la fina lluvia de polvo convirtiéndolo todo en un teatro, en una mentira muerta más, murmura Joe con la boca reseca, cuando ve descender a Patty, también con su inútil defensa, se quedan mirando con todo el tiempo suspendido del chasquido opaco que provocan al chocar contra el suelo los cuerpos de los que se arrojan desde la torre. Ella le mira, sorda, con esos ojos de pájaro refugiados en su nido, asustados, secos como garzas, agarrados a no querer mirar, y la mujer pasa a veinte centímetros de su vida para dirigirse a su compañero Frank y preguntarle ¿qué ha pasado? como si saber lo que ha pasado pudiera servir para algo ya.
No volvió a ver su cara. A partir de entonces su frenética actividad consistió en dar paso a las ambulancias y ordenar en la medida de lo posible aquel continuo de deambulantes perdidos entre el horror y la sorpresa.
A las 9:03, por el reloj de Frank, un silencio más luminoso aún se abre paso entre la niebla de humo y una cuchilla parece cortar de nuevo el ojo de la luna de Buñuel.
La torre sur parece encogerse ligeramente sobre sí misma y se deja penetrar por la llamarada y el acero, un escupitajo de fuego lo viste todo de danza y ceremonia, baile acompasado, descenso, lento descenso, imperturbable descenso del tiempo hasta la altura de la niñez y una sombra lo cubre todo, una de las ruedas del avión aplasta el coche patrulla 1248 con el oficial de policía Frank Zane reportando su propia muerte.
Joe ha tenido más suerte, unos instantes antes ha avanzado unos metros para poder distinguir mejor la coleta rubia de Patty atendiendo a un hombre, ni siquiera se ha percatado de la sombra que se le venía ni del impacto de un objeto caído del cielo sobre su parietal. Sólo pensaba: “¿qué hay en esa cabecita?”
Con el estruendo Patty se ha girado y ha visto caer desplomado a Joe. No puede dar un paso, la sal de las lágrimas que corren por sus mejillas la ha convertido en muñón de sí misma para siempre. Nunca más la canción ni la risa ni el me haces bien, nunca más una llamada, una mano en su clítoris, nunca más un más. No quiere saber si está muerto o vivo, le quiere demasiado para saberlo. Continúa con sus lágrimas y su faena mientras de reojo ve como una ambulancia se lo lleva.
Pasan los muertos junto a los días y se olvidan de los vivos. Joe se recupera del coma, es un fósil alegre que por las mañanas ríe al sol mientras la cuidadora le afeita. Le ha quedado una pensión y una amnesia que le impide recordar cualquier acontecimiento sucedido antes de su regreso del coma. Sólo recuerda un nombre de mujer, una coleta rubia ondeando en una cabeza que se gira como un amanecer que también le sonríe. Cada día escribe un largo mensaje que envía a una dirección de email. Nunca ha tenido respuesta.