Ossip Gregorovius: La adversativa y la copulativa.

Ossip Gregorovius: La adversativa y la copulativa.

Ossip Gregorovius se queda con la boca abierta como cuando hecha el humo o cuando exclama madre de dios o cuando se pega un buen trago de cerveza helada en pleno verano.

Está leyendo una tesis doctoral. Ni siquiera sabe cómo ha caído en sus manos semejante tocho. Ni siquiera cree que sepa por qué se ha puesto a leer distraído, como esperando a que escampe.

La tesis lleva por título Estética de la fotografía publicitaria en España: 1975-1995 y está escrita por una tal María del Mar Marcos Molano. Quizá le han llamado la atención las cuatro emes juntas, que hacen que transitar por ese nombre sea como un paseo entre montañas, quizá ha sido la palabra fotografía, que siempre da la sensación de que abriéndola podríamos ver algo que nunca hubiéramos visto.

Quizá sólo fuera el aburrimiento y su holgazanería de siempre que le lleva a distraerse con cualquier cosa con tal de no aburrirse con algo en concreto. El caso es que las hojas han ido virándose sobre sus ojos casi sin verlas, tapándose, borrándose, unas a otras, hasta que en la página 167 ha encontrado la frase y entonces ya no ha vuelto a ver nada, ni siquiera a pasar más páginas, porque todo ha venido de nuevo.

Lo recuerda perfectamente. Era el 17 de marzo de 2001. En plenas fiestas populares, ruidosas y avasallantes. Estaba con un grupo de gente comiendo en un sitio al que nunca había ido. Un sitio atestado de gente en pleno barrio histórico, lleno de mesas desvencijadas de madera, paredes blancas con algún espejo antiguo y frases pintadas.

La luz entraba a raudales por los dos grandes ventanales y la gente pasaba en tropel por la calle, todos buscando algún sitio en que quedara mesa libre para comer o beber esas cervezas del mediodía que tanto nos arreglan la vida.

El antro se llamaba El Figón de la Ploma. La música flamenca desgarraba las palabras y las conversaciones se teñían del ambiente acicalado con pinturas de cierta perdición barriobajera con toques de modernidad un tanto leída.

Ossip no recuerda bien con qué gente estaba, pero sí recuerda que en aquella época estaba conociéndola y se sentía muy a gusto allí, escuchando sin escuchar lo que hablaban los demás, callando para sentirse dentro pensando en ella, dejando resbalar mezclada con la cerveza esa melancolía de las cosas que aún están por suceder (esta idea luego la llevaría también a la novela).

Le hubiera encantado estar allí con ella, borrar a todos los acompañantes de su vista y sustituirlos por sus ojos mirándole empapados de risa, pero también era bonito querer que estuviera (porque sólo se desea lo que no se tiene, dirá algún personaje en cualquier momento) y recrear su ausencia como si fuera cierto que cualquier cosa que pueda suceder siempre es mejor que la que sucede.

Ossip pidió con gestos otra cerveza, para todos, y tamborileo en la mesa a ritmo de Camarón y su camisa rasgada. De pronto se fijó en una de las frases escritas. Allí enfrente de él, ocupando un gran espacio en la pared, recreada con dedicadas y cuidadas letras negras, suaves, con esa elegancia natural que sólo pueden disfrutar algunas mujeres y ciertos amores errados.

El delicioso matiz del exceso, el encantador gesto del recato.

Esa era la frase. Escrita en aquella pared como si algún pase de magia hubiera hecho desaparecer todo el bullicio y desbarajuste de la gente y sólo una pequeña nube de humo fuera el indicio de algún prodigio recién ocurrido.

Las dos frases se dejaban terminar la una a la otra, la coma terminaba una línea para dejar al segundo término de aquella relación justo debajo. Podría ser, quizá, pensó Ossip con esa risa que sólo se le reía para él, la unión tántrica perfecta, la maravillosa contracción pompoar que nos lleve a los dos al orgasmo, tu exceso, mi recato, mi exceso tu recato, uno arriba y el otro abajo, tanto monta, monta tanto.

Era la fiesta, la cerveza, toda la gente riendo. Aquel día aquello todavía era un sueño, pero Ossip sabía, aunque no se atrevería a decírselo a sí mismo, que las cosas llevan su camino y aquella frase, aquellas letras cara a la pared, le estaban diciendo que sí, que todo se iba a cumplir.

No pensó más, sacó su móvil y escribió la frase en un sms. Se lo envió. Tres minutos después sonó el inconfundible tono de su nokia avisándole que tenía un sms. Era de ella:

Preciosa frase. Tu matiz, aunque delicioso, no es exceso, ni mi gesto (ignoro si encantador) es recato.

Pocos días después fueron a cenar juntos por primera vez. Las cosas se fueron cumpliendo. La historia siguió adelante desbrozando las melancolías.

Estuvieron muchas veces en El Figón de la Ploma. La frase les miraba desde la pared un tanto excitada a veces, un tanto burlona otras. Ossip la miraba allí, con su sonrisa pegada a sus ojos, sus manos acariciándole, su sexo esperando el camino a casa, andar por aquellas calles, cruzar el río, los dos gin-tonics, la música de Vinicius, el fresco del amanecer en su cama, su perfume white imprimiendo su huella imborrable en las sábanas.

Las cosas fueron pasando y la melancolía nunca se fue. Ossip siempre se preguntó si aquella coma fue la culpable de la separación, si en realidad no le estaba advirtiendo de ello y él fue incapaz de saberla leer. Tanto sexo tántrico, tanta técnica vaginal y la coma me estaba diciendo, cuidado, ella te quiere por las cosas que te puede dar, no por las que tú quieras que te de.

Otra vez la puta coma. Ossip nunca lo entendió, era como si la coma fuera una rendija por donde se le escapaba la sangre o la vida o cualquier cosa de éstas que siempre se dicen.

Pero ahora sus ojos abiertos como botarates y su boca abierta como una garganta se habían topado con la página 167 donde la MMMM hablaba de un anuncio donde el busto de una mujer en sujetador (o bikini, Ossip de esto no estaba seguro) miraba al objetivo (al espectador) con mirada felina y junto a ella estaba escrito: Mírame a los ojos y dime que me quieres. Al parecer, tampoco estaba Ossip para análisis tras su descubrimiento, se analizaba un tipo de publicidad que la autora denominaba estética de lo pornográfico, ya que hacía de la pura atracción sexual el objeto central de la atracción de la imagen.

Lo increíble, lo verdaderamente increíble, es que dos líneas más abajo continuaba: lo sublime, esa emoción estética de proporciones inabarcables, que tiene el delicioso matiz del exceso y el encantador gesto del recato.

Ya no fue la tremenda sorpresa, la infinita casualidad, de encontrarse tantos años después aquella frase que marcó su historia, ya no fue el comprender que aquellas dos frases se fundían en su alquimia en un sólo término que las explicaba: lo sublime.

Fue la y, la cópula, la que lo dejó atónito y pasmado. La y es lo que le faltó. En aquella pared blanca como un paredón, la coma era balancín, trampilla por la que se te cuelan los sueños o las llaves, hueco, rendija que juega a ser virgulilla sin n, nexo sin cita, futuro sin tiempo.

Era la coma la que lo jodió todo y entonces Ossip recordó sus lágrimas en la estación, ¿pero qué quieres hacer conmigo?, sus silencios, su tengo un nudo aquí mientras se señalaba la boca del estómago. Ossip recordó aquellas madrugadas caminando despacio hacia su apartamento, ella cogida de su brazo y cantándole canciones al oído. Recordó todo en en un momento y empezó a tomar notas, a apuntar cada frase que se le ocurría en un post-it amarillo que segundos después estrujaría.

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