Los homúnculos

Los homúnculos.

Cuando Gonzalo tenía aproximadamente ocho años se empeñó en que su padre le comprara en el kiosko una de esas bolsas que anunciaban contener el milagro de la vida. Se trataba de un producto mágico (no especificaba composición) que, al introducirlo en agua durante unos minutos, obraba el milagro de transmutarse en minúsculos homúnculos que desde su primer hálito, y por cada uno de los segundos de su vida, obedecerían cada uno y todos los mandados que su creador les ordenara.

No hubo forma de que su padre, peluquero de caballeros y protector de señoras del que más adelante hablaremos, intentara convencerlo de que aquello era un timo, de que era imposible que surgieran muñequitos de unos polvitos, quizá porque a él mismo se le movía la risa en el bigote al pensar en la extraña querencia que a veces presentan los términos y las parábolas.

Gonzalo término andando satisfecho colgado de la mano de su padre y colgando de su mano la bolsa que contenía a los que sin dudarlo iban a ser como sus hijos. La impaciencia le hacía dar tres pasos cada dos para llegar cuanto antes a casa y poner en práctica el ritual de la vida que prolijamente y bajo rutilantes letras se explicaba en el envoltorio. Gonzalo, que ya en aquellos tiempos apuntaba a ser un hombre concienzudo y responsable, no podía evitar una cierta comezón de la responsabilidad que suponía su empeño, del miedo al fracaso ante las advertencias de su padre.

Se subió a una silla para llegar bien a la mesa y con exquisito cuidado fue decantando los polvos en un recipiente con agua, con la justa y exacta medida de agua que las instrucciones indicaban. Cubrió la vasija con un velo de gasa blanca y lo situó treinta centímetros por debajo de la luz del flexo. Empezó a contar el tiempo al revés como hacía siempre que esperaba un acontecimiento importante. Su codo apoyado en la mesa, sus rodillas en la silla, su pómulo descansando en su mano derecha abierta y sus ojos fijos, muy fijos, en esa luz que se emporaba en la tela para inseminar vida. Pasaron los cinco minutos y quince más y llegó la llamada a la cena y ahora eran ya sus dos manos sujetando el desencanto, la triste y abrasiva caricia del perdedor.

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