En la ciudad de Sylvia
En la ciudad de Sylvia
La secuencia dura veintitantos minutos. No hay contraplanos, sólo una mirada quieta que resbala por las mesas de la terraza del Conservatoire, que se deja atraer por los rostros de mujer y sus gestos de conversación cercana o sus ligeras sonrisas de sociabilidad comedida, educada en el significar.
En otras mesas la cámara se tumba bajo la quietud del sol de mediodía en Estrasburgo, el enfoque construye los espacios para que nuestros ojos se adapten a la vida de los demás. Es bonito mirar el transcurrir apacible mientras la simpática pero un poco torpe camarera derrama algún vaso de cerveza.
El joven observa a su alrededor como si se llevara el agua a la boca con las manos. Tiene aspecto de paje renacentista caído en desgracia por el rechazo de la Signoria florentina, piensa Ossip sin poder evitar odiarse un poco por esa irrefrenable propensión a la analogía, fruto sin duda del legado biológico de alguna de sus variopintas madres.
Nos encanta bañarnos en aquella quietud de miradas y conversaciones amortiguadas a las que no podemos acceder desde la pantalla. Ossip se ha puesto el vídeo en francés porque sabe que el idioma de las palabras no tiene ninguna importancia cuando lo que dicen hace tiempo que ya está escrito dentro. A Ossip, como a cualquiera de sus personajes, le encanta ver las pelis varias veces. Nunca ha entendido a la gente que es remisa a ello y en cambio no duda en repetirse la misma canción una y otra vez, como si el hecho de escucharla hasta la saciedad pudiera hacer posible la epifanía de una realidad que sólo existe dentro de cada uno, como esas fotos que se distorsionan con el Photoshop.
Ahora nos detenemos en una rubia muy atractiva que se siente atractiva mientras habla y tiene la extrema inteligencia de saber parecer que no lo siente. A Ossip y al joven y a nosotros nos encantaría tomar el asiento de su amiga y dejar que ella inclinara sus labios cerca de nuestras orejas para ser cómplices de sus confidencias, pero las pantallas de televisión son tan planas como la cuarta pared que nos confina detrás de ese objetivo que construye el mundo con cada una de nuestras miradas.
En la película de Guerín sólo hay una mirada, pero es como esos ojos de insecto que derraman cien mil alfileres sobre lo que miran, que lo agujerean hasta no dejarle ni una sola gota de opacidad, hasta ensartarlo en una luminaria que nos alcanza, a nosotros y a Ossip, para que por un momento pongamos al descubierto todo aquello que hubiéramos querido poder imaginar.
Nuestra mirada, Ossip lo sabe bien, es el reflejo de lo que queremos y el joven se fija ahora en un reflejo que se superpone tras un cristal a los reflejos con los que el vidrio nos quiere engañar. La cámara juega a guiarnos con sus enfoques y desenfoques, nos muestra un camino para que seamos nosotros los que pasito a pasito construyamos su historia.
Tras el cristal las miradas de una enamorante Pilar López de Ayala nos enamoran. Ossip aprieta los dientes para no sentir el desasosiego que causa lo nunca visto cuando está tantas veces perdido, el joven renacentista esboza los rasgos del amor en su libreta de apuntes, llena de rostros de mujer, de miradas sin la ilusión de la carne, pero con el tesón del encuentro. Las miradas se encuentran en un punto del cristal y Ossip se estremece al recordar cómo Gonzalo conoció a Julia, pero enseguida se sobrepone y se apresta a cerrarle la puerta a esa intertextualidad desvergonzada que se mete siempre en camisa de once varas.
La mujer, falda y suéter rojos, paso ligero acomodado a un caminar seguro, de los que saben siempre por dónde volver, pelo negrísimo acariciando los hombros, mirada suave y firme a la vez, labios que parecen ir a exhalar el mar y se recogen antes de llegar a ser espuma, descansa durante diez segundos su mirada en aquel espejo traslúcido, recoge su bolso y se levanta del asiento para salir del local.
El joven reacciona al instante, deja unas monedas sobre la mesa y en su afán por no perderla derrama su vaso. La camarera acude al instante para secar la mesa con una profesionalidad desatendida de cualquier consciencia. Los veintitantos minutos de secuencia deconstruida por planos y profundidades de campo terminan aquí.
Las calles de Estrasburgo empiezan ahora a resbalar por nuestros ojos tranquilos de espacios, expertos dibujantes del movimiento que agita los planos fijos para que de ellos surja eso que solemos llamar vida y apenas alcanza a ser mirada.
Por esos planos hechos ventana vemos pasar gente testimoniando calles, cruces, paredes y un grafiti que se repite en cualquier rincón; Laurie, je t’aime; marca inhóspita de un deseo inacabado, el del protagonista en su búsqueda, el de Ossip en su pérdida que ahora no se quita de la cabeza la idea de que todo está ya escrito, de que todo ha sido ya y para no perderse en el plano aprieta el pause y se toma de un trago el chupito de vodka y no puede evitar una carcajada que se transforma en eructo al recordar ese otro grafiti que él puso en el escenario de su novela; Pilar te amo; Pilar te amo; Pilar te amo; repetido hasta la saciedad por Alejandro, Gonzalo y Tassia en un grito unánime que exclamaba la urgencia de una petición.
Todo se construye desde la ficción con la exactitud de una plomada de albañil, todo se disfraza de tiempo suspendido, de polvo de la sustancia invisible jugando a ser sal de plata travestida de purpurina.
El plano no ocurre, el plano está, nos sitúa en un espacio, nos fabrica una mirada sólida y tranquila, que no busca, que no pasa, que sólo espera que todo lo que está la ocupe.
El joven sigue a la chica de rojo por las calles de Estrasburgo, a veces se acerca tanto que parece que le va a decir algo.
Ossip tiene que volver a detener el vídeo porque la mente, un poco encharcada ya de vodka, se le va a otras búsquedas y a aquella primera vez que siguió a una chica, una compañera del instituto, por las calles de su ciudad. La genialidad, que Ossip celebra con un nuevo chupito y otra estentórea carcajada, fue que decidió seguirla por delante para que ella nunca pudiera sospechar que en realidad la estaba siguiendo.
También recuerda aquel primer amor imposible; él se repite varias veces invisible, invisible, invisible; una chica de su barrio que se llamaba Silvia y a la que un día se decidió a seguir por las calles y otro día se atrevió a preguntarle si podía acompañarla.
Todo está escrito, todo está escrito; se sirve otro vodka más mientras no deja de sorprenderse de cómo su propia ficción se entreteje a partir de una realidad que cada vez más sólo se reconoce en esa ficción.
Y de un chupito a otro y de una idea a otra ahora ve a Violeta y Alejandro caminando por las calles de Praga; pero Violeta es Sara; ahora ve a Gonzalo siguiendo a su mujer y a Alejandro siguiéndose a sí mismo andando por el gueto judío de Praga en el relato Sobre lo que tú eres.
El plano sigue congelado en el pause, pero a Ossip la cabeza no para de darle vueltas, como si se hubiera subido a un carrusel imposible en el que sólo desfilan sin fin todos sus amigos invisibles. Ossip le da de nuevo al play.
El joven continúa siguiendo a la chica por las calles estrechas de Estrasburgo, pasan mujeres con carros de la compra, niños en bicicleta, jóvenes atractivas que se salen del cuadro y una mujer sentada en la acera haciendo rodar una botella de cerveza por el asfalto. El joven se atreve a llamar a la chica:
—Sylvia, Sylvia.
La chica sigue su camino sin contestar. Ossip no sabe si es porque no ha escuchado o porque no quiere o porque ni siquiera ella es ella.
Entre todo el laberinto de esas callejuelas el joven pierde a la chica. El plano continúa dibujando calles y gentes, los rostros de mujeres siguen circulando, sus labios, sus caderas, sus melenas…, pero el azar es como siempre el único narrador y la chica vuelve a aparecer y se detiene en una parada a esperar el tranvía. Cuando sube, el joven hace lo mismo, se sitúa muy cerca de ella, sus miradas se superponen en el cristal de la ventana; otra vez, suspira Ossip; y en un momento el joven se decide y se dirige a ella. La vuelve a llamar Sylvia. La joven arquea las cejas en una sorpresa muy contenida, con la amabilidad de una educación perfecta y la sutilidad de una seducción acostumbrada a dejarse gustar sin aventurar nunca ninguna promesa.
El joven le cuenta el pasado, su viejo y duradero amor, su viaje a aquella ciudad buscándola, su encuentro, su seguimiento por todas las calles y todos los planos enganchado a sus labios, a aquellos labios, y a su recuerdo, a su nombre; Sylvia, Sylvia; al cuaderno lleno de sus dibujos, a sus versos apenas recitados en bares y noches. La chica parece molestarse un poco, su sonrisa se muestra complacida, su elegancia se le sube hasta la punta de la nariz para quizá mentir o igual sólo querer obviar el desvarío de su perseguidor. Siempre es un juego. Con toda la paciencia y ternura del mundo la chica le asegura que está equivocado, que aquel amor que busca no es ella, que será otra o sólo su deseo de que sea ella, pero que su búsqueda o su acoso o su cortejo es inadmisible, su afán es imposible. Invisible; vuelve a pensar Ossip un tanto cabezón.
Y a Ossip le parece inadmisible que los sueños no se cumplan nunca, que las calles se le rompan al pisarlas y las piernas le pesen tanto que se le haga imposible seguirse a sí mismo por las calles de Praga, acercarse a Violeta vestida de Sara, sentarse junto a ella en el café Milena como si fuera Alejandro e intentara construir la realidad a base de planos retocados. Ossip se rasca la barriga y sonríe bobalicón porque se da cuenta, una vez más, de que no importa tanto lo que se busca como la búsqueda en sí.
La chica baja del tranvía. Antes de que este arranque se despide con una sonrisa y un deseo.
—Que la encuentres.
El joven y Ossip piensan que es imposible no quererla aunque no sea verdad. El joven sigue su búsqueda. Su mirada, que es nuestra mirada, va llenándose despacio de aquellas calles, de todas las mujeres que transitan por ellas. Hay un fetichismo incierto que no sabe dónde mirar, si a aquellos rostros, aquellas melenas que se apoderan del movimiento dentro del plano quieto, si a aquel silencio de tantos pasos recorriendo las aceras como si dibujaran un mapa. La tranquilidad se apodera de nosotros como una noche que se deja recostar entre el apagarse de una tarde.
El joven ya no busca a Sylvia, su perdido amor, ahora intenta volver a encontrar a la chica del tranvía. Se sienta en la parada donde ella lo tomó y espera horas y horas rodeado de mujeres y hombres que vienen y van, que esperan, que quizá, seguro, también buscan ese espejismo apenas vislumbrado en el reflejo de un escaparate o de uno de los tranvías al pasar.
Todas las mujeres le parecen ella que tal vez en uno de sus parpadeos se ha colado dentro de un tranvía que no se detiene en aquella parada. Ossip se empana una vez más con sus recuerdos y tiene que detener la película. Intenta reproducir a cámara lenta la visión de aquella mirada quieta, puesta a cuatro patas sobre una ciudad que quiere petrificar un pasado que se le vuela a cada intento de fijarlo.
Piensa en cada una de sus tres madres, todas ellas amantes de Trotsky, piensa en sus sueños tan repetidos de andar por calles maltratadas, imposibles, rotas de andar por ellas. Piensa en los cineastas rusos y en la remota posibilidad de que Einsestein fuera amante de su madre; en todo caso, y ahora el eructo y la carcajada componen el mismo exabrupto, de mi padre, si es que alguna vez lo hubiera tenido; exclama sin poder evitar que la saliva ácida y un poco de vodka le regurgiten en el paladar. Piensa en lo imposible de que una imagen simbolice nada más allá de una mirada. Recuerda que fue al estreno de la peli, años hace ya, a los cines Babel, acompañado de una amiga que no por casualidad también se llamaba Silvia.
Comprende que en una narración las palabras no deben contar más allá de lo que sean capaces de mostrar. Vuelve a pulsar el play.