El subinspector Ramos
El subinspector Ramos.
El subinspector Ramos es el último que ha aparecido en escena, aunque aquí salga el primero. A Ossip se le ocurrió que para desarrollar la parte de la trama en la que se busca el cuadro, era conveniente un personaje que acompañara a Gonzalo, una especie de alter ego que le ayudara en sus pesquisas. ¿Quién mejor que un policia veterano y un poco de vuelta de todo?
Ha conocido la policía franquista y la postfranquista, ha vestido uniforme gris, marrón y azul. Es un chusquero que ha sabido ganarse el pan, un hombre tosco al que se le caen las lágrimas con las canciones de Julio Iglesias y algún escupitajo que otro después de su irrenunciable caliqueño y su par de vinos o sol y sombras. Cuando Ossip comentó con S. que iba a crear este personaje, ella le preguntó:
—¿Qué lleva en los bolsillos?
Entre ambos le registraron y aparecieron dos juegos de llaves, la de su piso y la del coche, y una pequeña llave suelta que ninguno de los dos supo imaginar qué abría. En el mismo bolsillo delantero llevaba el monedero con las nuevas y resplandecientes monedas de euro mezcladas aún con viejas pesetas, una de esas viejas chapas que al chascarlas imitaban el croar de una rana y un par de caramelos pikolín. En el bolsillo trasero derecho llevaba la billetera con la documentación, varias fotos de su mujer, muerta por aquellas fechas cinco años antes, de sus dos hijos, José y María, y su nieta, la única hija de María y de un feriante rumano del que nunca más se supo. Junto a las fotografías una cantidad indeterminada, pero excesiva, de tickets del supermercado, recortes de prensa con críticas de corridas de toros y una estampa de Nuestra Señora la Virgen de la Piedad, patrona de Minglanilla, su pueblo.
Ni S. ni Ossip pudieron imaginar tampoco la razón de que en el bolsillo izquierdo delantero de su pantalón el subinspector Ramos llevara entrelazados tres cabos de hilo grueso. Uno amarillo, otro rojo y el último violeta.
Sí, amigo Leví. Todos sabemos que cualquier camino lleva en su fin a un nombre que es término del propio camino. La toponimia señala los mapas para que cualquier ruta sea indiferente, para que se nieguen los momentos machadianos y sólo sirva la llegada, la meta como alcance, como triunfo de un deambular que es borrado a cada paso para que ninguna zancadilla permita darse cuenta de bruces de que somos del rebaño de los connombre. El nombre espera al final siempre, como buen carcelero nos da el buche de agua suficiente para que nos rindamos a su territorio.
¿Cuál es la diferencia entre señal y signo? Los colores del hilo pueden ser un camino, una trama, que nos desvista las máscaras para mostrar las desnudeces propias del fin. No lo sé. Ossip Gregorovius no lo sabe. El bastidor de lienzo es la única superficie donde los signos se visten de señales. Hilemos, pues.
Del gris al amarillo; del marrón al rojo; del azul al violeta. El hilo grueso de Ramos no es más que la condensación descompuesta de sus disfraces.
Esperemos no asistir al encuentro con un nombre y que este rincón innominado nos desvele que, aun cuando el cuadro nunca existió, alguien -ya póstumo- llegó a pintarlo. Como muestran los casi imperceptibles restos de fino polvo de colores que Gregorovius sigue llevando en sus bolsillos.