El cuadro de la vela
El cuadro de la vela.
Aunque el cuadro de la vela ya está descrito, para Ossip Gregorovius cualquier descripción siempre ha sido el ocultamiento de algo que se nos escapa más allá de ese velo.
Un cuadro. ¿Habrá cosa más ridícula que eso?, se preguntaba con cierta frecuencia entre mordiscadas a su lápiz de narrador. ¿Por qué esa necesidad de representar lo que no somos mediante lo que creemos que somos? (siempre los porqués), ¿por qué el borderline infranqueable del marco para apresar simulacros que nos esponjen los tiempos muertos? ¿Por qué? A estas alturas normalmente Ossip ya había mordisqueado tanto el lápiz que el sabor de la madera y el grafito se mezclaban con su saliva, el santo se le iba al cielo y se quedaba durante minutos extasiado recordando su infancia y sus regalices compradas a la puerta del colegio a Jaimito, aquel hombre envarillado con su siempre gorra roja y su rictus de idiota alistado a galeras de vivir resoplando los pecados del azar. El azar.
Pero este cuadro nunca tuvo marco. Solo era el lienzo de un secreto, de una búsqueda o de todas las pérdidas y abandonos que se dan traspiés a traspiés.
En su trama el cuadro era principal, pensó y recordó a Hitchcock una vez más; era eso que mueve la acción, el motor de la acción, se enriñonó teórico al sillón.
Sara había pintado el cuadro en su juventud y de pronto, o no tan de pronto, pero lo consciente siempre ocupa su momento, el cuadro se convirtió en Sara. Ya estaba la metonimia por medio y Ossip rehurgándose la nariz para sacar algún nuevo porqué.
El cuadro era un suelo, y una mesa, el suelo con baldosines, un ajedrezado mundo en el que los caballos pudieran despertarse unicornios, y una mesa, regurcitó de nuevo Ossip, una mesa humilde tapada de hule y cuadros, más cuadros sin marco, de cocina económica, llamaban las abuelas, y humos y el puchero de cuaresma sin carne ni olorcito ni sabor. Sobre la mesa la vela, una palmatoria escueta de película de miedo; los otros; o de terror; la casa de Bernarda Alba; sobre el crepitar un silencio eterno donde cabían todas las voces y algún ruego.
Todo cuadro representa una ausencia, dicen, aunque tal vez el cuadro siempre termina por usurpar a lo representado y se convierte en espacio concluso entre cuatro maderos, un marco, entre los cuatro pasos que pasan sin mirarle, sin repararle el estatuto de estar más allá de lo que está, de ser algo más de lo que quiso ser.
A Ossip le han prohibido los cubatas y las cosas buenas de la concupiscencia, pero él ha inventado un sistema dual en el que es capaz de seguir su dieta a rajatabla y al mismo tiempo transferir a su cuerpo orondo todas las bulas suficientes para que sus calamidades nunca le lloren lo que él ríe. Así que se marca otro cubata y balbucea números para que le venga la idea.
La idea, el tema, el asunto, el meollo, el porqué, es la pérdida. Sí, la pérdida. Esa lucecita que de pronto se apaga en nuestros refondos y que nunca más vuelve a brillar. El tema es la madre muerta, la condesa, sus sayas amarillentas, su sarro reverdeciendo el cadáver descoyuntado en el último esfuerzo por alcanzar el teléfono.
El tema es ese llegar a un sitio donde ya nadie te importa, donde los butacones son tan exactamente rojos como los de Twin Peacks, donde las mañanas llegan por sobredosis y nunca nadie las ha llamado. El tema es un cuadro, siempre una mentira, de Edward Hooper, cualquier obra suya podría servir, pero en esta ocasión Ossip reposa mentalmente en Gente al sol, quizá porque le recuerda tanto tanto a una escena de Requiem for a dream, de Aronofsky, y a su madre.
Y a su madre, como una más de esas ancianas que toman el sol a la puerta de su casa, olvidando la miseria y la soledad que les espera dentro, en esa distancia tan pesada como el hielo que se interpone siempre entre la representación y lo representado, entre tus ojos viendo el cuadro y el espacio poroso que se vuelve del revés dentro del marco sin dejarte dar un paso más allá del deseo de darlo, pensó Ossip mientras escupía un trozo de lápiz como si fuera tabaco de mascar.
Pero si el cuadro no tenía marco y la vela escondía su llama mortecina y las baldosas no enjugaban enroques ni mañanas, ¿por qué el cuadro? Por el duende.
Descripción del cuadro de la vela:
“Era un cuadro de mediano formato, sin enmarcar. Sobre una mesa de madera que ocupaba el centro de la tela se alzaba una vela encendida que humeaba sobre un cielo negro lleno de unas estrellas oscuras que apenas se podían distinguir. Bajo la mesa un suelo de descoloridos baldosines verdes y blancos completaba la pintura. Solo la llama de la vela disfrutaba de un mínimo brillo de luz, todos los demás colores eran tan mortecinos que se diluían en una penumbra artificial, en una densidad amarga que creaba un cierto temor y hacía que la mirada se quedara fija, como sabiendo que solo de ella vendría la seguridad, la respuesta, en esa llama que nos llama”.