Personajes
Vendrá la muerte y tendrá tu rostro

Sara siempre lo tuvo todo. Menos lo que quiso tener. Sus ojos se hicieron de mar y deseos de que las cosas de dentro no se rompieran al rozar con las de fuera. Se convirtió en una excelente pintora, pero no era capaz de reflejar ni una sola de las pocas cosas que de verdad quería.
Hija de una adinerada familia, su carácter bohemio y contestatario le creó serios problemas ya en su adolescencia y juventud. A los 18 años dejó a su familia para irse a vivir con Alejandro en el pueblo en que este trabajaba. Vivieron juntos los tiempos maravillosos hasta que dejaron de serlo. Siempre tuvo junto a ella el recuerdo de ese amor, un relato y un cuadro desde el que algún día una voz la volvería a guiar hasta encontrar de nuevo aquello que se perdió.
Los intereses de los que la rodeaban, las drogas y la tristeza fueron destruyendo a una persona de tanta inteligencia como sensibilidad. Un día la voz volvió a hablarle.
Al llegar a casa un mediodía la encuentro absorta mirando el cuadro. Está en bragas y con el pelo desarreglado, las lágrimas le han dibujado chorretones en las mejillas y la luz espesa de mil motas de polvo hace que sus ojos parezcan faros iluminados. ¿Qué pasa, Sara?, me preocupo. El duende me ha hablado. ¿Cómo, qué dices, cómo te va a hablar? Sí, me ha contado una historia horrible, como si lo supiera todo de mí. Pero, Sara, ¿qué estás diciendo? Sabes que eso no es verdad. Me mira con los ojos oscuros. Tienes razón, no es verdad. Es tu duende y solo te puede hablar a ti. Se levanta y se encierra en el baño más de una hora. Cuando sale está radiante. Se ha pintado los labios muy rojos y los ojos tan azules como sus ojos azules y huele a mujer y a noche y lleva un mini vestido blanco apretadísimo a sus caderas y sus medias de malla dispuestas a pescarme. Se acerca a mí con una sonrisa maligna y me estampa su carmín en la frente mientras me pellizca ambas mejillas como hace cuando más me quiere. Me susurra como una gata. ¿A qué esperas? Vamos, te invito a comer. Y su beso y su risa y su flotar a mi alrededor como si ella fuera la única capaz de hacerme el encantamiento.
De pequeño era un chico inquieto que se granjeaba el cariño de la gente por su simpatía y desparpajo. Se quedaba encandilado por la luz roja del cuarto de revelado de su padre y se maravillaba al ver cómo afloraban las imágenes sobre el papel. Pensaba que la imagen se grababa tal y cómo él acababa de imaginarla. Pero cuando creció y salió de aquellos juegos, ninguna de las imágenes que veía eran ya las que él quería imaginar.
Cuando le regalaron el cuadro de la vela supo desde el primer momento que todo se escondía en aquel lienzo cuarteado. Fue la única certeza que pudo conservar.
Entonces conoció a Sara y la siguió para siempre.

Salió del agua sintiéndose más sucio y pesado que nunca, cada uno de sus pensamientos lo hundía más en la rabia y el asco de sí mismo. Sabía que si no bebía algo enseguida moriría de tristeza en ese momento, tenía que escapar como fuese de ese ser que se había apoderado de él, de aquella voz. Notó con rabia que ya no tenía el dinero, ni siquiera le habían dejado el poco chocolate que llevaba. Rebuscó nervioso en los bolsillos delanteros del vaquero hasta que encontró la bolsa de plástico. Intentó calmar su respiración cuando la encontró. La plegó con cuidado y la besó como si la oliera antes de volverla a guardar en el mismo bolsillo.

Gonzalo Quesada es un hombre refugiado en su monotonía. Quizá el hacer siempre las mismas cosas y tratar de no pensar en nada distinto le mantienen a salvo del dolor de sentir. Quiso ser ingeniero y acabó encargado del obituario de un periódico de provincias. Quiso querer a su mujer más que a la vida y acabó solo en un apartamento coleccionando fascículos de la II Guerra Mundial. Pero, al poco de separarse, descubrió una afición que poco a poco se apoderó de él: cada cierto tiempo elige a una persona recién fallecida e investiga su vida hasta descubrir cómo esa persona hubiera querido que fuera su existencia; luego reescribe aquella vida para cumplir cada uno de los deseos incumplidos del fallecido. Cuando una noche tropieza con el rostro azul y bellísimo de una mujer muerta, se desencadena una búsqueda que le enseñará a vivir. Sin darse cuenta, escribiendo la vida de los demás empieza a vivir la suya propia.
No pudo evitar pensar en aquella belleza que parecía querer escapar de su propia muerte. Estaba como dormida, dejada ir sobre un sueño a la orilla de algún mirar lejos el horizonte. Dormida, con los ojos cerrados y pálida, reflejada en azul. Su cuerpo era delgado, apenas disimulado por un ligero vestido de tirantes que se le había arremangado hasta los muslos dejando ver el triángulo de su ropa interior que aparecía manchada por alguno de los flujos corporales que la muerte o la vida a veces dejan escapar. De pronto en la cocina no había nadie más que Gonzalo y aquello, ya lo que fuese. Se acercó hasta agacharse junto a ella y sacó varias fotos con su compacta. Quizá con una sola hubiera sido suficiente, más teniendo la seguridad de que no se iba a publicar, pero Gonzalo no pudo dejar de hacer insertos de cada parte de aquel cuerpo, como para asegurarse de que luego sería capaz de recomponer el puzle. Cuando terminó la sesión se quedó mirándola durante un tiempo indefinido, rozó con el dorso de su dedo índice una marca, como producida por un cordón, que apenas se adivinaba en su cuello, recorrió el débil surco y luego subió hasta los labios hinchados y azules. Intentó desplegarle un párpado, pero no llegó a atreverse.
Ella sabe gustar a los demás sin que nunca parezca que lo pretende. Es tan cordial con la gente que solo recordarla les lleva la alegría a los que han tenido la suerte de tratarla. Es la mujer arlequín, con su sonrisa dispuesta, con su encanto acogedor, con su abrazo de saltimbanqui que a veces te oculta una minúscula lágrima.
Alguna noche, entre una copa de buen coñac, puede contarte que trabajó de lectora para un escritor en París, que le encantan los gatos negros y Caravaggio, que ama a Artemisia, por eso le puso ese nombre a la galería de arte, y que, arrullada por la voz de Victoria de los Ángeles, se deja abandonar por el Mio babbino caro en algún atardecer de esos en los que la luna sale antes. Quizá, con la segunda copa, te cuente aquella historia de acoso y derribo, quizá te hable también del porqué de las Ítacas; o, a lo mejor, tras la tercera o en una mala noche, te deje entrever aquella reina de corazones que desde el espejo de Alicia alguna vez se apodera de ella.
Quizá te haga llorar, pero siempre valdrá la pena haber escuchado su canto de sirena.

Me enamora que me escribas cada día. Me enamoran los gatos y me desenamoran las rotondas. Me enamoran los días que acaban en lluvia tras una ventana y las mañanas de verano, nada más amanecer. Me enamoran los viejos que aún miran con ilusión y los niños que saben sentirse tristes sin llorar. Me enamora pensar que lo que pienso me enamora, que nada es más importante que el siguiente paso y comprender, coger la mano de cualquiera y comprender que solo es otro bicho como yo, con todos los miedos y el mismo coraje para sobrellevarlos que pueda tener yo. Me enamoran los gin-tonics bien hechos y que tú me mires desde detrás de tus gafas y te vayas abriendo poquito a poquito a aceptarme aunque no sea ninguna sirena, aunque no sea ninguna innúmera, solo una mujer más acercándose a la cuarentena. Me enamora cuando entra un artista nuevo en la galería y empezamos a trabajar juntos y vemos como poco a poco van creciendo sus ideas, sus pinturas. Me enamora Caravaggio. Cada año voy una semana a Roma solo por estar con él. Me enamora, por supuesto, Artemisia y también me enamora no hacer nada, tumbarme en el sofá y ponerme el peor programa de televisión que haya y dejar que mi cabeza se vaya a donde quiera. Ah, pero también hay cosas que odio. Odio a los engreídos y a los que tocan el claxon en los semáforos. Odio a los que hablan a gritos en el metro y a los que comen palomitas en los cines; me dan mil patadas los que van de listillos, los que repiten la lección como loros porque así se piensan más sabios. Odio a los que utilizan el poder, sea el poder que sea, incluso el poder del conocimiento, para sentirse mejores. Odio el viento, no puedo soportar el viento, me pone frenética, me vuelve loca. Siempre he odiado que me dijeran bonita o nena, o muchacha, aunque esto cada vez pasa menos. Odio odiar. Y ya está bien.

Tassia es la vida, la fuerza indomable del respirar, del sentir cada gota de segundo que pasa por su piel, por sus entrañas, por la idea sabia nunca verbalizada de que solo es ella mientras se siente, no cuando se piensa. Su nobleza y bondad no tienen que ver con su voluntad, son solo los rasgos naturales de su forma de ser, incapaz de ningún artificio para lograr su interés. Es guapa y fresca, le gustan las cosas sencillas y plenas. No necesita entender para comprender.
Su madre, una puta del puerto retirada, intentó hacer de ella una prostituta de lujo, pero fracasó, porque para Tassia follar es algo tan natural y le gusta tanto que nunca podría cobrar por ello.
Desde siempre ha protegido a todo aquel que viera desvalido: gatos, perros, pájaros, lagartos… y cuando encontró a Alejandro, completamente vencido, le dio cobijo, calor y sexo.
No se enamora de nadie porque quiere a todo el mundo, no desea nada porque lo que quiere lo toma.
Tassia dejó en penumbras la habitación y salió sonriendo por el pasillo, alegre por poderle lavar la ropa a Alejandro, por poder lavarle un poco de esa vida sucia con un pequeño beso en los labios; alegre por poder burlarse de todos esos que los querían condenar a no estar más alegres, a odiarse entre ellos por el más pequeño atisbo de sonrisa descubierta entre algún descuido de sus miserias, de sus vidas petrificadas en deslunados vociferantes y aceras con olor a cloacas, con sabor a viudas de cirrosis y maridos idos buscando otras luces que solo brillan en los escaparates; alegre como cada vez que se entregaba a un hombre sin querer recibir nada a cambio, sin querer robarle nada de su vida ni hacerle inventar ninguna vida para tenerla.
Este veterano policía asturiano es del Sporting y de los Rollings, tiene la risa y el abrazo fáciles, la copa rápida y el optimismo desbordante, pero bajo su despeinada y abundante barba blanca quizá se esconde un leve gesto de amargura o de dolor que no ha aprendido a perdonar.
Siempre lleva en su bolsillo tres gruesos hilos entrelazados: uno es rojo, otro amarillo, el último violeta.
Entre orujos y algún titubeo, Ramos le cuenta a Gonzalo que ese amuleto secreto le permitió sobrevivir en los tiempos oscuros de la policía del régimen, que cuando peor parecían ir las cosas en aquellos tiempos, el simple hecho de apretar en su mano aquellos hilos le permitía resistir y no perder la esperanza en un futuro donde no se pudiera repetir lo que él estaba viviendo.
Mientras habla no puede esconder un guiño de decepción, una sonrisa irónica que quiere esconder muy adentro que nada ha cambiado. Salvo él.

—Escucha, hermano —las palabras caían tan despacio en el rostro de Sánchez que le era difícil juntarlas—, yo ahora no soy un policía, solo soy un hijo de puta que te va a romper el alma como no colabores. —Le soltó la barbilla empujándosela hacia atrás y retrocedió un par de pasos antes de continuar su escenificación canalla—. Todas estas fotos que ves, todos estos documentos, sí son tu ruina, no porque te vaya a enchironar, que todo se verá, sino porque se los voy a pasar a Van Loos para ver cómo le sienta enterarse de que su socio y su pintora se la estaban pegando. Le estabais dejando sequito y además aprovechabais sus empresas para meter farlopa a sacos, sin que él oliera la guita.
—Sara no tenía nada que ver con la farlopa. Era cosa mía. ¿Qué es lo que quieres de mí? —Sánchez había perdido por un momento toda la maquillada arrogancia de un rato antes, pero una vez decidido a seguir el juego recuperó su ánimo resuelto.
—Mira, tío, conmigo no te van a servir historias. Tengo los huevos pelados de trajinarme manguis como tú. Hoy te voy a dar la oportunidad de salir por esa puerta como has entrado, mañana ten por seguro que no la tendrás. Así que tú mismo, o me iluminas con tu sabiduría o sales de aquí hecho un zombi —mientras Ramos amenazaba, Gonzalo todavía sostenía los papeles en una mano y con la otra le acercaba a Sánchez una fotografía donde se le veía a él y a un conocido miembro de un cártel en medio de una vía rural junto a un camión de distribución de la empresa OnShop. Gonzalo estaba alucinado con la actitud del policía, nunca podría haber sospechado que un hombre tan afable pudiera transformarse en aquel energúmeno violento y amenazador. A Alejandro y a don Salvador les ocurría tres cuartos de lo mismo. Todos asistían expectantes a la escena con una tensión difícil de soportar.

Ruus van Loos es un rico empresario holandés conocido por su pasión por el arte, el coleccionismo, y poseer una red de galerías de arte en diversas ciudades del mundo.
Es un hombre distinguido y cortés que dedica grandes cantidades de dinero a sus fundaciones artísticas y benéficas. Sin embargo, alrededor de sus negocios siempre hay una aureola extraña porque, como él mismo dice, los holandeses no tienen alma.
Es el jefe directo de Julia, gerente de la galería Artemisia, a la que becó en sus estudios y contrató para su fundación nada más terminar su formación. También ayudó a Sara sacándola de las calles de Ámsterdam y apoyándola en su carrera artística.
Van Loos es el poder y el poder nunca es inocuo.
Van Loos llevaba cerca de diez minutos esperando en su mesa cuando vio aparecer a Julia por el pantalán que llevaba hasta la plataforma flotante donde se situaba la terraza. No podía evitar pensar en la Siddal de Rossetti cada vez que miraba a Julia. En apariencia era absurda aquella identificación. No había nada más alejado de la languidez de láudano de la Beata Beatrix que aquella mujer desbordante de vida y cariño por vivir. Pero él era de las pocas personas que conocía a aquella criatura, quizá la única que la había visto temblar. En su cartera siempre llevaba aquella fotografía que le sacó en Ámsterdam. En ella vestía un ligero suéter rojo y una americana azul. Estaba sentada en un banco y encuadrada en un plano medio con un ángulo de unos treinta grados. Su rostro se giraba en ligero escorzo hacia el objetivo y su sonrisa apenas se aguantaba antes de ser risa, se quedaba jugando a aceptar siempre lo malo como parte de lo bueno, embarcada en aquellos labios que se fruncían para dar. Van Loos podía recordar su negra melena corta con su raya ladeada y un mechón díscolo saliéndose de la fila y yendo a dejarse caer cerca de sus ojos caramelo brillando por el sol del atardecer tras la cámara. Nadie en el mundo sabía que llevaba aquella fotografía a todas partes. Ni ella. Ahora se acercaba y su risa se le adelantaba como parte del abrazo que estaba a punto de darle. Junto a ella caminaba un tipo alto y un tanto cilíndrico. A sus ojos de deportista no se les escapó que aquel hombre no había practicado deporte en la vida. Las gafas de pasta y la americana que llevaba encasquetada en pleno agosto le daban una apariencia un tanto encorsetada y rígida. Van Loos sintió curiosidad por aquel hombre al que Julia transportaba agarrada a su brazo como si estuviera en plena sesión de adiestramiento de algún pesado mamífero marino.
Violeta le cuenta a Alejandro que su abuela era una bruja irlandesa a la que quemaron en un bosque sombrío, de esos que nunca han rozado el sol. Le dice que ella misma tiene 4000 años y que a veces, cuando no sabe muy bien por qué existe, le gustaría volver a aquel bosque y abrazarse a la rama de árbol en que se convirtió su abuela.
Violeta tiene los ojos violetas y el pelo azul como la luz azul. Construye palíndromos al mirar y habla del morichal como si se creara cada vez que lo cuenta. Hay veces que Violeta se viste de Sara y lleva a Alejandro a pasear por las extrañas calles de Praga, lo abraza fuerte para que la sienta ella, y le susurra extrañas sentencias que en su suave acento venezolano se sienten como caricias.

Le costó más de lo que esperaba llegar al café Milena, pero al fin lo consiguió y, tal y como le había explicado Alcides en el Ponto Final, allí estaba Violeta esperándole. No le extrañó que aquella muchacha siguiera exactamente igual que la primera vez que la vio. No había pasado ni un segundo por su piel ni por sus ojos exactamente iguales a los de Sara. Tampoco le extrañó que ahora llevara el pelo rubio y las mismas rastas que se solía hacer Sara. Tampoco le extrañó que lo primero que hiciera fuera tomarle la mano y atraerlo hacia su boca en un beso rápido, de saludo afectuoso, sin espacio para la duda.
—Estás guapísima, jodidamente igual que entonces. —Violeta sonrió con una tristeza que la hacía aún más atractiva.
—¿Tú crees? ¿Cómo sabes lo que era entonces y lo que es ahora? —Bebió un sorbo de su vino blanco, que por la condensación de la copa parecía estar helado.
—Bueno, digamos que estás guapísima como siempre. —La botella sumergida en la cubitera le mostró que era el mismo vino, la misma marca de vino que bebía Sara.
—Siempre no existe. Solo existe ahora. —Se había puesto un vestido ibicenco como los que solía llevar Sara, sonreía con los hoyuelos de Sara, miraba con los ojos de Sara—. Ahora es una condena perpetua cuando se convierte en siempre. —Dio otro sorbo para que no se le derramara la tristeza, sonrió de nuevo y se encogió de hombros como si fuera Sara.
—Bueno, para tener cuatro mil años no estás nada mal. —Alejandro señaló al camarero la copa de Violeta para que le trajeran otra para él. Luego se sirvió de la botella—. Te sienta bien la inmortalidad. —Violeta lo miró divertida, alegre por primera vez.
—¿Sabes, Alejandro? La inmortalidad es el hastío, el aburrimiento, el desamor, porque nada que dure demasiado para volver a ser anhelado vale la pena. La vida solo es bella gracias a la muerte.

Su voz siempre aparece unos segundos antes que su figura. Es un hombre alto, completamente calvo, mayor sin edad, elegante sin lucir, sobrio e impresionante a la vez. Cuando habla sus palabras parecen venir desde dentro del que le escucha, como si las hubiera pensado él.
Es un hombre extraño, su presencia te envuelve, pero luego su ausencia te sobrecoge. Es sabio, con ese saber que viene de antiguo, de ningún lugar ni credo en especial; un saber de esos que no se pueden aprender, tan solo atesorar.
Cuida y protege a sus chicas descarriadas en su viejo piso del barrio chino. No existe el tiempo a su alrededor, tampoco el mundo.
Su voz va creando la historia como si solo se limitara a contarla.
Hay como una música, pero me doy cuenta de que solo la imagino yo. De pronto Sara repara en mí y de un salto se pone de pie dejando que su falda la cubra hasta los pies. Alcides parece no inmutarse y con indolencia ata su batín a la cintura y se levanta. Yo finjo no haber visto nada.
—Sara, tenemos que irnos o perderemos el tren —la voz me sale neutra, tan impersonal como todo el dolor que me retumba por dentro. Ella me mira con los ojos de ese azul oscuro que no sabe mentir.
—Sí, se nos ha hecho tardísimo —y se llega hasta mí para cogerme la mano—. Vamos, vamos —me apremia como si de repente quisiera salir huyendo de allí.
Alcides se acerca a mí con una sonrisa franca y afectuosa. Pone su mano derecha sobre mi hombro izquierdo para transmitirme algo que no sé si entender como comprensión o disculpa y me deja llegar su voz amiga, sabia, leal.
—Solo se ama de verdad lo que se puede perder, aquello que te puede destruir.
Creo que por primera vez lo miro a los ojos sin reparos, sin reserva. Y entonces comprendo quién es. Me gustaría sentir miedo, terror, o simple ira, pero me doy cuenta de que cualquier cosa que pueda sentir, él lo va a saber de antemano. Nadie dice nada más. Sara me arrastra de su mano hacia la escalera y vamos con paso rápido hasta la estación para no perder el tren. Ninguno de los dos pronuncia ni una sola palabra en todo el trayecto, ella no me suelta la mano y se cobija en mi hombro con los ojos cerrados. El vagón está vacío y casi a oscuras, la noche se ha cerrado hace mucho ya y los reflejos de alguna luz perdida parecen jugar a las escondidas. Pienso que me encantaría tirármela allí mismo, a expensas de que nos pudiera sorprender cualquiera, pero un bloque de cemento me ha llenado hasta el alma y solo puedo seguir así, haciendo como si nada y sintiéndola respirar.
Siendo joven, don Salvador no dudó en abandonar la seguridad de la buena situación económica de su familia para intentar alcanzar la fama del toreo. No se arredró tras el fracaso e intentó el éxito como ganadero, apoderado, empresario. Su excesiva atracción por las fiestas y la noche le hicieron fracasar en todas estas empresas.
Su familia le arropó y le proporcionó una bien remunerada ocupación dentro de las empresas familiares. Tras una provechosa época de tranquilidad y trabajo, su sobrina nieta Sara le pidió cobijo en su casa. Don Salvador no dudó en ayudarla y al poco tiempo comprendió que aquella muchacha había llenado su vida de una forma que nunca hubiera podido imaginar.
Luego volvió el fracaso.

Le mostró una foto donde Sara, cogida por sorpresa, miraba de escorzo a la cámara e iluminaba el objetivo con un halo desconcertante de apatía a punto de estallar, a punto de devorarlo todo con la increíble fuerza de una vida encerrada dentro dando golpes por salir. Sus veintitantos años eran de mujer ya en la tersura de su piel y las pequeñas arrugas en los hoyuelos de su antigua sonrisa de niña acunaban cada gesto que Gonzalo veía ya en todas las fotografías moviéndose a su alrededor, todas las Sara hablándole y sonriéndole, rogándole que les diese vida, que les hiciese un poco de compañía.
—Un día, algunos años después, se presentó en mi casa y me pidió ayuda. Yo entonces no vivía en esta cueva. Gracias al puesto que me había dado mi hermano alcancé una muy buena posición económica y tenía una espléndida casa en una muy buena zona. Quién me iba a decir a mí lo mucho que iba a perder, pero yo ahora también le podría decir a usted que valió la pena lo que gané.
La sonrisa se apalancó en la tristeza del anciano, pero duró tan poco que Gonzalo no podía estar seguro de no haberla imaginado. Las viejas manos nervudas pasaban con lentitud las páginas del álbum, yendo y viniendo por esas otras sonrisas de otros días de niña o mujer, de muchacha que mira desde la pared, desde el cuadro, y nadie sabe si sonríe o solo es mueca, pincelada, que tapa a la mirada el verdadero ver. Sus dedos acariciaban esas caras de quietas idas, huidas, acabadas del tiempo antes de emulsionar en el papel; acariciaban con sus yemas todo ese tiempo que a él le había esperado hasta el final de su vida para volverlo a revivir, a sentir. Volver a tener algo por lo que cualquier precio era regalo, la mirada, el calor, de una muchacha que huía. Gonzalo, mientras veía esas sonrisas que aún jugaban a ser niña, comprendió que las lágrimas que ahora caían por las mejillas de don Salvador no eran por lo perdido, sino por lo mucho que había ganado.
Para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío
Marío Benedetti, “Próximo prójimo”, Inventario I, pp. 473.