José Luis Tomás Por escrito
Cuentos para Sara y otras princesas
Sobre lo que tú eres (fragmento)
[INTRO]:
“ —¡El azul es el cielo!, ¡el azul es el cielo! —Gritaba con una fuerza incapaz de describir y todo el sonido de mis gritos retumbaba escaleras arriba mezclándose con el hueco y atropellado eco de las pisadas de mis perseguidores. Dejé de gritar para poder correr más. Saltaba los escalones de cuatro en cuatro, a cada momento caía y sin ninguna intervención de mi voluntad volvía a estar de pie, otra vez saltando y rebotando contra las desconchadas paredes de la angosta escalera del subterráneo. La sangre me resbalaba por la muñeca, por la rodilla, la frente; ya no me dolían los golpes, solo la garganta de intentar convencerles.
—¡El azul es el mar!, ¡el azul es el mar!
Ellos lo querían saber y no iban a dejarme en paz hasta que no les diese una respuesta convincente: siempre cualquier respuesta era buena si a ellos les satisfacía.
De repente las escaleras terminaron. Caí por enésima vez en medio de un charco de grasa. Estaba en el último sótano, aún me quedaban 200 metros para llegar a la pequeña puerta disimulada en la pared que daba paso a las salas donde estaban los sistemas del aire. Allí podría esconderme unos segundos para tomar aliento, solo un momento quieto para pensar en mí y en ti, en todo lo anterior, como aquellos instantes en suspenso que preceden a una zambullida, milésimas que se quedan todas quietas, en fila una detrás de otra, mientras tú las ves todas ahí puestas sin ser de nadie ni tuyas ya. Luego me entregaría.
Cerré la puerta tras de mí y en la oscuridad volví a correr y golpearme contra todo hasta encontrar el hueco de la ventilación, arranqué la rejilla y me introduje como pude en él. Ellos ya habían dejado la escalera y por sus voces y ruidos noté que se diseminaban por el parking. ¿Por qué no me dejaban en paz? A mí no me hubiese importado explicárselo todo desde el primer momento pero, ¿cómo me iban a creer?
Desde mi escondite vi como una luz relampagueaba tras una turbina, era una linterna cuyo haz resbalaba lentamente por la estancia, de repente se fijó en mí y me deslumbró, cada vez más grande, más cerca. Me habían encontrado.
La rejilla cayó de un golpe y una mano vigorosa me agarró del hombro tirando de mí. De repente estaba en pie, ayudado a andar por una sombra hacia una puerta que yo no conocía. La traspasamos, era un ascensor. La luz me permitió ver al hombre completamente vestido de negro con un mono. En la cara un pasamontañas, también negro. El ascensor ascendió imperceptiblemente. Estábamos en la superficie. En el vestíbulo no había nadie. Velozmente salimos al exterior y me hizo subir a un coche. ¿Estaba a salvo?
—La que has liado —me espetó nada más habernos alejado unas cuadras. Con una mano se quitó el pasamontañas y pude ver el desconocido rostro casi sonriente en un perfil que nada tenía de etrusco precisamente, a pesar de la frialdad de la sonrisa.
Tampoco a él sabía qué contestarle. Hubiera deseado disculparme, agradecerle su intervención, pero era tan irreal todo lo que estaba pasando que me era imposible decir nada. Tan sólo querría haber estado otro segundo más quieto, tumbado, en aquel hueco de ventilación, como durmiendo allí, seguro, lejos de todo.
Llegamos a un chalet en las afueras. Sin mediar palabra nos dirigimos a la puerta donde él tocó tres veces el timbre como si fuese una contraseña. Y abriste tú.
Increíblemente no hiciste el mínimo gesto al verme. Te abrazaste a su cuello y le besaste largamente. Era todo tan fantasmal que me seguía siendo inútil intentar decir nada coherente, tan solo pude balbucir sin que ninguno de los dos me pudiese oír:
—El azul eres tú.
Pero ella no parecía conocerme. Me hizo pasar y sentarme. Su forma de comportarse no dejaba lugar a dudas: esa mujer, tú, no me había visto en la vida. O fingía.
El hombre salió del salón y regresó al momento con un paquete. Lo puso delante de mí y lo destapó. Era el cuadro.
El cuadro estaba formado por tres espacios diferentes que semejaban zonas triangulares sin serlo. Dos líneas perpendiculares entre sí se encontraban en un centro, que tampoco lo era en realidad, y delimitaban las tres zonas, cada una de un color y textura diferente. Una era azul, la otra siena tostado, la última gris cálido. La primera con pinceladas largas y continuas, de arriba abajo, quería dar una sensación de profundidad, de poder introducir la mirada poco a poco en su interior. La segunda, de color del barro, no dejaba lugar a la apariencia. Todo en ella era tan realidad como los grumos de pintura que transgredían la superficie, sin ningún tipo de necesidad de justificación, solo su propia entidad puesta allí como algo fisiológico, como un instinto primario que ata al individuo a la especie. La tercera zona, gris, se escondía en su sutilidad. Si el color quería evocar el pensamiento, lo etéreo, su tonalidad blanquecina dificultaba la aprehensión de aquello a lo que aludía, la mente humana. Esta sensación de impotencia se acrecentaba por los fragmentos de espejo roto incrustados sobre el gris. El imperativo de búsqueda, de explicación, de un más allá de la superficie, se veía obstruido por la infinidad de realidades superpuestas que se solapaban y desvirtuaban unas a otras. Todo este conjunto, tres elementos primigenios; tierra, agua y aire; relacionados por un orden cósmico, representaban tu mundo, te representaban a ti.
—Este cuadro lo has pintado tú, ¿no? —la voz, tu voz, sonaba por primera vez amable, pero tan distante, tan insoportable esa distancia.
—Sí. —Sus ojos estaban ahí, plantados infinitos ante mí, pero como derrochando toda la mirada en alguien que no fuese yo. El hombre se acercó a ella, le pasó la mano por la cintura, la besó junto a la oreja, le susurró algo y se acercó a mí:
—¿Qué significa este cuadro?, ¿qué quiere decir? —otra vez la misma pregunta, la pesadilla que se entrelazaba una y otra vez hasta asfixiarme, hasta hacerme borrosa tu imagen, tu cara, que ahora tenía ese rasgo de crueldad en el pliegue de los labios; esa mueca que yo algunas veces he visto, ese trasfondo tuyo que tan poco tiene que ver contigo, me hizo reaccionar, volver a pensar, como cada vez inútilmente, que contigo solo vale luchar y ganar, que la única paz que puedes aceptar es la de después de la batalla.
—Los cuadros no significan nada. Solo hay que mirarlos.
Algo estalló en mi boca. El guantazo bamboleó mi cabeza hacia atrás, noté como el labio empezaba a hincharse mientras tu rostro permanecía impasible. El hombre me agarró del pelo y tiró de él.
—¿Por qué pintaste el cuadro? ¿Para quién?
Y tu cara seguía ahí colgada en un contrapicado que me disminuía, me atomizaba hasta ser yo el espejo roto, el trozo reflejo hundido entre tus elementos. Pero ahora me invadía el miedo, todo pendía de la inminencia del próximo golpe que no llegó. El hombre cambió como un mimo la expresión de su rostro y ahora me sonreía salvándome de él mismo al tiempo que me cacheteaba amistosamente la cabeza. Entre tanto tu rostro continuaba sin ser el mío y yo en un brevísimo instante de lucidez me di cuenta de que todo estaba ocurriendo en blanco y negro.
El simple gesto amistoso del hombre había hecho que la sensación de angustia desapareciese, el síndrome de Estocolmo actuaba rápido favorecido por mi más absoluta perplejidad de verte ante mí, desconocida, sabiendo que en realidad todo lo malo me vendría de ti.
Lentamente te acercaste y me serviste un vaso de agua. Este gesto, que debería ser gratificador, acabó de hundirme. Tú sabías que con lo que más daño me podías hacer era con una actitud convencional, artificial y sin sentimiento.
De un manotazo tiré la copa al suelo e intenté abalanzarme sobre los dos. Hubo un fundido en negro y desperté totalmente desnudo en una cama. Con meticulosidad tú te dedicabas a medirme cada miembro con un medidor ultrasónico. Conforme ibas dictando cada cifra tu amigo la tecleaba en un ordenador. En la pantalla se iba formado mientras rotaba la imagen axonométrica de mi cuerpo.
Ya no me importaba nada. Sólo tenía pereza, cansancio de estar allí, de pensar; no me interesaba ya comprender nada, ni siquiera me importaba ya que no fueses tú. Sólo la melancolía de tu recuerdo indefinido me oprimía contra la cama. También de esa melancolía, de tu recuerdo, quería despojarme. Prefería verte cierta, indiferente, enemiga, no recordarte, perderte dentro de aquella mujer que me taxonomizaba sin ninguna muestra de placer.
Cuando la operación hubo terminado amablemente me ayudaste a vestirme, me susurraste “tranquilo” al oído y yo pude volver a oler toda tu nata; te pedí, “Sara, ¿qué te pasa?, ¡ayúdame!” y tu mirada se volvió a hacer neutra y lejana, tu voz impersonal y educada. Me indicaste un asiento delante de la pantalla del ordenador. Ahí estaba mi cara sonriente mirándome, como queriéndome dar unos ánimos que me llenaron de pánico.
El hombre, sentado junto a mí, estuvo tecleando en silencio unos minutos. Junto a mi rostro en la pantalla fueron apareciendo y desapareciendo infinidad de dígitos: datos personales, instrucciones, menús, todo el programa de mi vida. Cuando terminó la pantalla se oscureció. Tan sólo un punto brillaba en el ángulo superior izquierdo, esperándome. El hombre se ladeó hacia mí con la mirada arqueada, pareció estudiarme unos segundos, con tranquilidad, como queriéndome imbuir confianza.
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Estos tres títulos no están a la venta en la actualidad. Próximante se publicarán con una nueva reedición
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Sobre lo que tú eres
Tú eres de tierra, agua y pensamiento.
Tierra de tu sexo.
Agua azul de tu sentimiento.
Pensamiento de tu verdad.
Verdad que se aleja en tu mirada,
a veces cierta, a veces falsa,
pero siempre llena de tu tierra y tu agua.
Los tres elementos se entrelazan en tu cosmos,
se unen y separan sin ninguna ley,
y parecen llevar tu vida por alguna senda segura
que sólo tú puedes seguir.
Tu sexo es pequeño y fuerte,
fuerza de gravedad, tierra,
que atrae tu sentimiento, agua,
hasta ser todo tu única realidad, aire.
Toda tú eres las tres cosas,
mundo único, mimesis perpetua
que se regenera día a día,
creando tu propia estrella.
Y mientras tanto, en los espejos,
la certeza dura.
Alex Lamico, Cuentos para Sara y otras princesas
