Banda sonora                                                                            

Vendrá la muerte y tendrá tu rostro

Banda sonora es la música que nos acompaña en casi cada momento de nuestras vidas. Incluso el silencio forma parte de ella. También Vendrá la muerte y tendrá tu rostro tiene su banda sonora, sus melodías y efectos sonoros que acompañan y completan el sentido de algunos de sus pasajes.

Muchas de los temas que se reproducen a continuación tienen su función diegética en el relato; otros simplemente están allí porque eran necesarios para vestir un pensamiento o una sensación; un sentimiento; de alguno de los personajes, más allá de lo narrativo.

Aunque la mayoría de las canciones fueron escogidas en su momento con cuidado de que cumplieran la cronología de la historia, en algunas de ellas ha prevalecido la conexión con el pasaje en las que se insertaban, sin importar que su fecha de creación no coincidiera con el calendario de la novela.

Espero que os gusten y que intentéis escucharlas como una parte más de la lectura.

Se dejaba llevar por ti

 

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Esta canción no aparece en ningún lugar de la novela y, sin embargo, es la que podría sonar en cada uno de los silencios que las palabras no pueden tapar, en cada uno de esos pensamientos que a cualquier personaje, a Alejandro y a cualquiera de nosotros, nos puede llegar de improviso, como si no lo esperáramos, para repartirnos la misma lucidez meláncolica de algo que ya sabíamos desde siempre. Esta canción sería por sí misma la banda sonora de esta historia.

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Se puso los vaqueros y tiró la camiseta a la acequia. Comenzó a caminar por la arena hacia los merenderos. El Maestro aún estaba con un grupo de gente. Tocaba la guitarra y les cantaba canciones de Los Panchos. Era gracioso verlo allí, vestido con su traje negro y su corbata roja en pleno verano, rodeado de putas y macarras enternecidos por el alcohol.

Sabor a mí

El rey

El Rey

por Vicente Fernández | Historia de un ídolo

 

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Alejandro se tiró en una tumbona a respetuosa distancia del grupo de macarras, esperando que se largaran pronto y dejaran en paz al Maestro que fingía no verlo y destrozaba El rey. Una puta se puso a llorar, se abrazó a su chulo y le pringó toda la camisa de aceite. El chulo le dio un empellón con el revés de la mano que la tiró despatarrada en la arena. La zorra se carcajeó y el Maestro, ofendido por la poca atención a su arte, dejó de cantar e hizo amago de levantarse.

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Del interior del local salían música y luces a borbotones, las muchachas bailaban sueltas enganchando sus miradas, las estrofas del archipopular El Canto del Loco le llegaban amplificadas por los coros de la concurrencia, pero Gonzalo hacía mucho que no estaba al tanto de letras ni músicas, así que dejó resbalar vista y pensamiento por piernas y sonrisas contoneándose al ritmo mientras el subinspector se distraía echándole un vistazo al periódico del día ido.

Eres un canalla

Eres un canalla

por El Canto del Loco | El Canto del Loco

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De algún rincón sale la voz de Paloma San Basilio cantando Juntos y yo le pido a Sara; por favor, vámonos; pero ella se ríe y me arrastra de la mano a la mesa del fondo y el camarero, un hombre mal encarado y renqueante al que llaman el Polvorilla, igual por su mal pronto, acude solícito con su colilla entre los labios a ver qué queremos.

 

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Yo entonces pienso que esa noche voy a ponerle la canción Las simples cosas, cantada por Chavela, pero como tantas veces luego se me olvidará o incluso puede que ese disco aún no exista y me lo esté inventando yo. Ella continúa muy despacio, haciendo aritos de humo con las palabras, mirándome a cada momento para ver si sigo la historia, para asegurarse de que estoy dentro de ella.

Las simples cosas

Chica de ayer

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Y como si fuera la gran mofa de un apuntador burlesco, en la radio comenzó a sonar la canción de Nacha Pop y Gonzalo notó que los ojos se le cerraban como cuando iba al cine con su hija Altea. Ambos se levantaron trastabillando un poco y se quedaron de pie frente a frente. Si hubieran tomado dos o tres copas más quizá se habrían dado un abrazo, pero la cosa solo les llegó para estrecharse las manos en lo que los dos sabían que era un pacto de camaradería, el inicio de una búsqueda. O de dos.

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…y entonces Gonzalo pensó en el peso de los átomos y de las partículas y en el principio de incertidumbre [siempre pensaba en el principio de incertidumbre cuando pensaba]…

Principio de incertidumbre

Principio de incertidumbre

por Ismael Serrano | Principio de incertidumbre

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Junto a ellos una mujer joven vestida con unos shorts vaqueros y un top rojo canturrea una canción aflamencada; otra más mayor, casi una anciana, con pantalones blancos y una chaquetilla negra, le acompaña a las palmas.

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Les estuvo enseñando el local, decorado con todo tipo de artesanías, pinturas y libros de su país. Acompañando la tarde y la penumbra de allí dentro sonaba la música de Madredeus; Vem; y Gonzalo tomó la mano de Tassia y la apretó despacio tres veces. Ella también calló.

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Estuvo así un par de minutos, escuchando lejana la voz sabia de Cohen, A thousand kisses deep, dejándose ir por esa espiral del humo en la garganta de aquel hombre que cantaba como si cada verso fuera una voluta de su propia vida.

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Las sonatas de Bach acompañaban el poco movimiento que había a esas horas en el local. Eligieron una mesa redonda alejada de la barra, al lado del ventanal, y esperaron a que les tomaran el pedido mientras Julia saludaba a clientes y camareros. Todo el mundo parecía sentirse encantado con aquella mujer.

Sonata no. 3 in c, bwv 1005 – i. adagio – Johan Sebastian Bach / Hilary Hahn

13 sonata no. 3 in c, bwv 1005 - i. adagio

por Hilary Hahn | Bach Partitas for solo violin

Fast car

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La tarde se estaba yendo y el local se había llenado de gente y de humo. Las partitas habían sido sustituidas por el Fast car de Tracy Chapman que sonaba más alto para que no lo ahogaran las conversaciones. Pero él no escuchaba más música que los cantos de sirena de Julia.

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—Este va a ser un gran día.
—Que diría Joan Manuel. —No pudo menos que seguir la broma Gonzalo, siempre admirado de la capacidad de Ramos para restarle tensión a cualquier situación.

Hoy puede ser un gran día

Hoy puede ser un gran día

por Joan Manuel Serrat | En tránsito

Shout

Shout

por Tears for fear | Cape Fear - Manchester '85

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Arriba está la puerta abierta. La campana, supongo. Se oyen voces y música, la radio atrona toda la casa con los Tears for Fears. Nada más entrar alguien baja la música y una muchacha corre descalza hacia Alcides con una gran sonrisa, de un salto se sube a las caderas del hombre y se agarra con las dos manos a su nuca, le da dos sonoros besos, uno en cada mejilla, acompañados de una irrefrenable carcajada; hola papito, hola papito;

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… y ella, la de los ojos violeta, me canta; qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas; y yo sé entonces que sí es una condenada bruja; ellos me quieren mirar, pero si tú no los dejas; porque esa es la canción que me cantaba mi madre de pequeño y nadie en este mundo lo ha sabido nunca, nadie, y de pronto me siento de nuevo bien, la pesadilla, el miedo, las ganas de morir se van, … 

Malagueña salerosa

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El local estaba bastante lleno y las risas y voces de las conversaciones o las comandas a gritos de las camareras —casi todas ellas con tal aspecto punk ennegrecido que Gonzalo no pudo desterrar una ligera duda sobre lo elaborada que pudiera ser la comida de aquel lugar— se entremezclaban con los tientos y seguidillas que amenizaban desde los altavoces.

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Una mujer de mediana edad, vestida con un vestido multicolor que a Gonzalo le pareció sacado de alguno de los cromos de Vida y Color, comenzó a cantar Eu sei que vou te amar. Gonzalo no podía contar cuántas veces había escuchado aquella canción, el disco entero de La Fusa, cantada por Vinicius y Maria Creuza, en las noches trágicas de su abandono post matrimonial, cuando lo único que tenía para amar era la ensoñación que le producían aquellas notas rasgando su soledad.

Eu sei que vou te amar

Eu sei que vou te amar

por Vinicius de Moraes | En La Fusa con Maria Creuza y Toquinho

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No pude seguir allí, espiándola, y me alejé sintiendo asco de lo miserable que había sido siempre con ella. Quizá fue eso o quizá solo es que ahora que lo escribo en tu libreta no paro de escuchar el Poison de Jay-Jay Johanson. ¿Qué es lo que fue y qué es lo que contamos? ¿Cómo sabemos que lo que pasó es lo que vivimos?

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Gonzalo siguió al pie de la letra las instrucciones de Julia. El aria en cuestión era O mio babbino caro —según pudo ver en la carátula del cd pertenecía a la ópera de Puccini Gianni Schicchi, la cual no había oído nombrar en su vida— y la voz de Victoria de los Ángeles, como bien había previsto Julia, le arropó con una armonía que nunca sospechó que se pudiera llegar a alcanzar.

Oh mio babbino caro

Nunca el tiempo es perdido

Nunca el tiempo es perdido

por Manolo García | Nunca el tiempo es perdido

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Ramos recogió solícito las bandejas y fue a vaciarlas al contenedor de residuos. En los altavoces del local sonaba Nunca el tiempo es perdido, de Manolo García y a Gonzalo se le apareció su exmujer ocupando el lugar de Ramos.

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Close your eyes, Give me your hand, darling, Do you feel my heart beating, Do you understand; le susurró la canción al oído, rozándole con la lengua a cada nota, haciéndole sentir cosas que había necesitado toda la vida.

Eternal Flame

Singing’in the rain

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Comían juntos, paseaban por la ciudad para que ella le contara libretos de ópera o le cantara al oído, en un inglés que a él le parecía perfecto, Singing’ in the rain o, con una entonación amorosa y canalla, cualquier cuplé de Concha Piquer, poniendo tanta alma en la interpretación que a Gonzalo se le caían las lágrimas de risa y de amor.

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El local era muy lujoso. La decoración imitaba un palacio rococó francés, también sonaba música francesa, Serge Gaingsbourg, buscando sin conseguirlo un estilo distinguido, decadente y sensual a la vez.

La Chanson de Prévert

La Chanson de Prévert

por Serge Gainsbourg | De Gainsbourg á Gainsbarre

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La tarde ensayaba sus primeros pasos en la hora mágica y el acogedor murmullo de la brisa y el mar acompañaba las siluetas ondulantes de dos catamaranes que se acercaban al puerto. La música chill out y el molesto sobresalto de alguna moto acuática rompían cualquier posibilidad de ensoñación.

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En el puente estaba cayendo la noche y la niebla le daba un aspecto un tanto fantasmal, las sombras muertas de las estatuas se arrojaban sobre los viandantes y parecían bailar con ellos algún viejo vals de Leonard Cohen.

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Vendrá la muerte y tendrá tu rostro

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¿Dónde empieza la perversión y termina la ternura? ¿En qué lugar de los sueños se oculta el temor a que éstos sean algo más que sueños? Quince relatos en los que la realidad y la razón se difuminan llevando el terror y el amor a lo cotidiano.

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“La casita que estaba al lado mismo del portal del patio parecía un poco más pequeña y oscura que la nuestra,
pero era seca y tenía, delante de las ventanas, un jardincillo donde apenas resistían unas rositas; pero, en cambio,
florecían allí, generosamente, unas margaritas de tallos muy largos. En la casa vivían tres mujeres solitarias. Una
abuelita ya bastante anciana con su hija viuda, la señora T., a quien la Junta Directiva Territorial le encargó las
visitas de la Daliborka; y la nieta, una muchacha joven y elegante, empleada en la Junta como mi mujer. La madre
y la señora mayor se turnaban en acompañar a los visitantes de la Daliborka a la torre y el calabozo, en cuyas
negras paredes, seguramente mil veces malditas, sólo se veían unos dibujos hechos con la sangre de los prisioneros.
Iban allí muchos visitantes, sobre todo los domingos, y nos pisoteaban el jardín que estaba bajo las ventanas.
Aparte de la hierba y de unos tristes narcisos, teníamos allí un rosal único, de color amarillo. En verano solía trepar
por alrededor del blasón, hasta el lugar en que encontraba el sol y donde creaba una flor bellísima.
Yo tenía muchos problemas con la llave de la enorme puerta de madera de la calle Jifská. Una llave gigantesca.
Pesaba casi un kilo. Era tan voluminosa que la llevaba en la cartera, pero a disgusto. Algunas veces, cuando me
detenía demasiado tiempo en la ciudad, me daba cuenta de que no tenía la llave. Es verdad que al lado del portal
había una campana que servía de timbre, pero ninguna de las tres mujeres durmientes tenía la obligación de
venirme a abrir, especialmente cuando era muy tarde. Y además el timbre era muy anticuado. Se tiraba de una
manga con alambre y delante de la ventana donde dormía la abuela se oía el fuerte tintineo de una campana de
hojalata.
Siempre temía este momento. Y siempre era la abuela quien me venía a abrir. Tenía el sueño más frágil que las
otras dos. Aunque de día nos entendíamos bastante bien, no puedo decir que de noche me recibiera con una cortesía
social. Me reprochaba el hecho de no llevar la llave, me decía que tomaba copas hasta muy tarde y cosas por el
estilo. No digo que no tuviera razón. Era ya muy viejecita y tenía derecho a un poco de mal humor, sobre todo en el
invierno, cuando había que caminar con los pies metidos en la nieve. Eso sí: al día siguiente, yo la saludaba
respetuosamente; pero la abuela fruncía el ceño.
Como esto volvió a pasar varias veces, a mi mujer se le ocurrió una buena idea. Las mujeres suelen tener ideas
bastante a menudo, pero los hombres no somos lo suficientemente agradecidos. Si por la noche no llegaba antes de
cerrar el portal y la llave monstruosa estaba colgada a la entrada de nuestra casa, mi mujer iba a poner la llave
debajo de la ancha puerta, allí donde el margen no llegaba hasta el suelo. Desde la calle la llave no se veía, pero
sólo bastaba con pasar la mano para cogerla. ¡Ya estaba tranquilo!
Los resultados fueron excelentes hasta cierta noche de invierno. Al atardecer comenzaron a volar por el cielo
unos ligeros copitos de nieve que no me preocuparon en absoluto. Pero antes de medianoche estalló una fuerte
tormenta de nieve. Y como la calle Jirská desciende hacia la puerta de la Torre Negra y por la noche esa puerta está
cerrada y sólo permanece abierta una puertecilla lateral donde en otro tiempo había estado la guardia, el viento
barría la nieve de la calle y de los tejados hacia nuestra pared y nuestra puerta. Cuando volví a casa a medianoche
encontré un montón de nieve de un metro de altura; y detrás de él, debajo de la puerta, estaba la maldita llave.
En principio intenté remover la nieve con las manos, pero fue imposible. La nieve estaba seca y se volvía a caer
en el lugar de donde la sacaba. Tampoco logré apartar la nieve con la cartera. Era demasiado blanda. Y la torre de
la catedral dio la medianoche. El címbalo del reloj sonó en el silencio colmado de nieve como cuando en España,
durante la fiesta de Pascua, caminan los monjes cubiertos de capas negras. Con rigidez y mal agüero. Y cuando
pasaron varios minutos, pisé dentro del montón y, aguantando la respiración, tiré del cordón de la campana. La
campana sonó de una manera monstruosa. Siguieron unos momentos de perplejidad. Yo no respiraba. Al cabo de
dos o tres minutos, toqué la campana de nuevo. Esta vez, al cabo de un instante más bien largo, la puerta dio un
crujido y en el cerrojo helado se oyó el estruendo de la llave.
—Qué vergüenza, señor redactor —me acogió la abuela—. Estaba profundamente dormida y me ha costado
despertarme.
Y en seguida volaron detrás de mí unas cuantas frases desagradables, pero yo me apresuré sobre la superficie
cubierta de nieve hacia nuestro portal para no oír sus palabras. La anciana señora no se tranquilizó ni en su casa,
donde desapareció en seguida. Esta vez le pedí perdón en vano. Estuvo inflexible. No le importaban mis palabras.
Ni me escuchaba.
Mi mujer dormía. En el sueño, no oyó la campana. Para disipar sus reproches y disculpar de alguna manera mi
tardanza, empecé a quejarme con vehemencia de lo mucho que se enfadó conmigo la abuela, que había estado tan
colérica como descortés.
Mi mujer me escuchó unos instantes con los ojos desorbitados. Luego acercó una silla para poder sentarse y
rompió en sollozos desconsolados:
—¡Por Dios, qué estás diciendo! ¡Si la abuela está muerta desde ayer, tendida sobre una tabla, en la antesala!
Mira, hay velas encendidas allí.
Así era. A través de la ventanilla de encima de la puerta se entreveía una luz amarilla intermitente. Y reinaba un
silencio sepulcral.
¿Qué podía hacer? Me desnudé y me fui a dormir. Con el sueño entrante, pensé: por algo me extrañó que en un
día de entre semana llevara una chaqueta de fiesta, con lentejuelas negras en las mangas y el cuello. Sólo se la
ponía los domingos, cuando corría a misa a la catedral de San Vito. ¡Y por eso tenía los ojos tan hundidos! ¡Y en
vez de una linterna llevaba una vela encendida!”

Jaroslav Seifert, Toda la belleza del mundo

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