José Luis Tomás Por escrito
Mi nombre sin nombre
Los espejos y las máscaras
A veces (éstas son mis pesadillas más terribles)
me veo reflejado en un espejo, pero me veo
reflejado con una máscara.
(Jorge Luis Borges)
El hombre del espejo miró durante unas décimas de segundo a su modelo y luego giró con parsimonia el hombro por delante señalando una verónica que era desdén y olvido instantáneo del ser inerme que luchaba por vivir quince centímetros más allá de su reflejo.
El hombre del espejo había abandonado el espejo y ahora caminaba con paso de tango por la calle oscura aún de madrugada; el hombre reflejado siguió a su reflejo por esa calle y por todas las calles hasta llegar a un cruce de caminos con un perro atropellado en medio de la calzada. Era la rotonda de siempre, era la búsqueda de siempre y el hombre del espejo se encendió un cigarro. El hombre reflejado había dejado de fumar muchos años atrás.
A las rotondas siguieron los gatos y luego la escena con la mujer de negro y la gitana cantando en la calle una tarde de primavera y todos los ritos disfrazados de mitos y la risa maravillosa y la pena, toda la pena del tiempo después intentando recuperar aquella risa, aquellas nubes azules en aquellos ojos con risa de abrazos y palabras hechas para vestir con pijama los cariños que llegan un poco tímidos al principio, un poco con sorpresa de sentirse a sí mismos.
Pasaron las horas que siempre pasaban, dos o tres o seis, qué más daba, y los caminos ya estaban caminados todas las veces y las esperanzas ya regresaban aburridas como siempre de tanto andar tanto andar por las mismas rotondas los mismos pasados que ahogaban como pasadizos sin fin y otra vez el hombre del espejo se detuvo y terminó despacio de aspirar el humo de su última calada y se giró y sonrió benefactor al desolado hombre que le seguía.
—No me sigas más. No la busques más. Olvídanos. Olvídate.
El hombre reflejado calló como siempre y se quedó como siempre parado, hundido hasta las corvas en el mismo silencio con el que callaba todas las palabras que se le habían ido perdiendo desde hacía. El hombre del espejo rio burlón y continuó su paseo de días deshechos hasta llegar al parque del techado de los besos. Se sentó en el mismo banco y esperó un buen rato hasta que la mujer volvió a aparecer y se sentó junto a él.
Un día más la escena se repitió. El hombre del espejo y la mujer se abrazaron y comenzaron a besarse, a reír, a susurrarse canciones muy cerca del ensoñamiento, a acariciarse los párpados y las entrepiernas con un abandono que convertía cada caricia en una huella perpetua de la siguiente caricia. El hombre reflejado gritó con furia, pero solo consiguió provocar las risas de la pareja y de los cientos de gatos que ahora llenaban el jardín hasta que el jardín desapareció y la mujer desapareció y todos los gatos se volvieron pasos del hombre del espejo pisando las calles adoquinadas del centro y cruzándose a cientos de mujeres que andaban como ella que vestían como ella que miraban como ella tras sus máscaras de antifaz y el hombre reflejado seguía siguiendo, seguía queriendo encontrar algún final a la pesadilla, pero a cada paso del hombre del espejo se reflejaban mil caras de mujer cubiertas con los velos de los malos quereres o de los quereres falsos o de los quereres rotos o que perdieron sus reflejos.
Llegaron hasta la plaza de la catedral y allí el hombre del espejo se detuvo ante otra mujer de máscara y pasado tapado y habló con ella durante un rato interminable, un siglo o así, hasta que la mujer sonrió, le sonrió, y como despedida le acarició suavemente la mejilla. El hombre del espejo pareció quedarse pensativo y durante otras décimas de segundo me miró fijamente a los ojos. Dejó de parecerse a mí. La mujer caminó muy despacio en mi dirección y cuando llegó a mi altura alzó ligeramente la máscara de sus ojos y me susurró hasta luego con la misma voz que tanto me había querido. No la reconocí. Seguí mirándome un minuto o dos más en el espejo, como cada mañana. Volví a recordarla, volví a desear encontrarla aquel día, aunque fuera detrás de una máscara.
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Sobre lo que tú eres
Tú eres de tierra, agua y pensamiento.
Tierra de tu sexo.
Agua azul de tu sentimiento.
Pensamiento de tu verdad.
Verdad que se aleja en tu mirada,
a veces cierta, a veces falsa,
pero siempre llena de tu tierra y tu agua.
Los tres elementos se entrelazan en tu cosmos,
se unen y separan sin ninguna ley,
y parecen llevar tu vida por alguna senda segura
que sólo tú puedes seguir.
Tu sexo es pequeño y fuerte,
fuerza de gravedad, tierra,
que atrae tu sentimiento, agua,
hasta ser todo tu única realidad, aire.
Toda tú eres las tres cosas,
mundo único, mimesis perpetua
que se regenera día a día,
creando tu propia estrella.
Y mientras tanto, en los espejos,
la certeza dura.
Alex Lamico, Cuentos para Sara y otras princesas
